Editado por La Oficina del Autor
El boomeran

La presentación en el Templo

Ayer, 29 de mayo, se presentó en la librería La Central de Barcelona el libro Abierto a todas horas, una selección del blog que aquí todos conocen. Se presentó también el blog de otros dos amigos de El Boomeran(g), Santiago Roncagliolo y Marcelo Figueras. Los introdujo Eduardo Mendoza, el más escéptico de los escritores, acompañado por Basilio Baltasar. Fue muy divertido.

Para mí fue, además, emocionante.

La nebulosa de los que comparten este blog, esos nombres falsos perfectamente verdaderos, de pronto comenzó a tener cuerpo. Hasta ahora era un alma. Una sola. Una voz única, aunque coral. Para los que sean musicales, la voz única y coral era polifónica, pero componía un sólo canto. Ayer ante mis ojos las voces comenzaron a individualizarse como en una película de Harry Potter.

Os parecerá una pedantería, pero ese proceso es el que transformó la ópera a finales del siglo XVIII. La ópera anterior a Mozart no construye personajes individualizados, aunque lleven nombres como Orfeo o Julio Cesar. Las voces no expresan la personalidad, sino el contenido pasional, histórico o ideológico de los personajes. Con Mozart las voces toman cuerpo y se hacen individuales. Don Giovanni puede dudar, puede tener oscuridades en el alma, puede ser "psicológico". Y también la Condesa y Zerlina y Doña Elvira. Todos los personajes adquieren cuerpo individual, contradicción, vida espiritual, carácter.

Ayer, en la presentación del libro, me pareció vivir el paso de Monteverdi a Mozart a velocidad de vértigo. Las voces que conocía como encarnaciones puras de la Idea, de pronto dejaron su parte angélica (o demoníaca) y se hicieron humanas.

Lloré mucho de los ojos.

Una mezcla explosiva de temor y agradecimiento.

Porque ahora sé que sois mortales.

Apunte para viajeros adultos

Hay una gloriosa corona en torno a París que el turista suele desconocer. Ninguna de sus augustas gemas está a más de hora y media en tren desde la capital. Es posible acceder, visitar y volver, no solo en el mismo día sino en la mitad de una jornada del Louvre, ese estadio para masas agónicas. El viaje tiene la ventaja, además, de permitir un almuerzo en las múltiples terrazas que todos los centros provinciales franceses han ordenado como zona peatonal, modelos de cultura urbana inteligente que uno imagina del todo imposibles en España.

La corona comienza en Saint Denis, donde nació la idea, y sigue por Laon, Chartres, Reims, Amiens, para acabar en la tragedia de Beauvais. En una semana se hace el anillo. Una vez en la vida, merece la pena intentarlo. Porque la idea que expone esa corona es grandiosa y por ella sola casi se justifica Occidente. No excusa las matanzas del siglo XX, solo invita a pensar cómo era Europa en tiempos más compasivos.

La idea se suele llamar arte gótico, pero con eso se dice poca cosa. En realidad, su inventor, el abate Suger de Saint Denis, puso en movimiento la imagen de la vida urbana y de la política moderna, todo ello expresado con una materia sutil: la luz. La pura luminosidad iba a hacer visible una sociedad que ya no era la masa informe de labradores esclavizados, sino eso que en el futuro se llamaría burguesía y cuya obra maestra fue la Revolución Francesa.

La idea comienza a desarrollarse hacia 1140 a pocos kilómetros de París (se llega en metro) y culmina menos de cien años más tarde, cuando la descomunal Saint Pierre de Beauvais queda inconclusa. Durante ese lapso, la luz entra en la catedral para iluminar, no divinidades arcaicas, sino a los nuevos ciudadanos y su libertad nueva. La pesarosa desnudez románica deja paso a esculturas por fin humanas, a vidrieras enjoyadas, inmensas columnas, cánticos, y el fuego del cielo lo alumbra todo en verde, rojo, azul y amarillo.

Esto requiere más espacio. De momento, que sirva de acicate para quien comience el éxodo y deba decidir si mar o montaña.

Artículo publicado en: El Periódico, 26 de mayo de 2007.

La sombra de Dios es contrahecha

Algunos de los vicios que alejaron del comunismo a Koestler o Gide se mantienen en la política actual

Revolviendo en los libreros de viejo encontré hace poco una pieza estimable: The God that failed, volumen editado por Richard Crossman en 1950 que contiene seis historias: las de seis conversos al comunismo que acabaron abominando del mismo. ¡Pero vaya conversos! Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide e Ignazio Silone cuentan cómo entraron en el Partido y por qué lo abandonaron. El año de edición, en los comienzos de la guerra fría, lo determinó como "panfleto de la CIA" entre los progres, de modo que solo ahora he podido leerlo sin gafas negras. Es fascinante.

Puede parecer literatura arcaica y en cierto modo lo es, aunque en algunos países se mantenga vivo el comunismo más vetusto, como en Cuba o Corea del Norte. Sin embargo, es una lectura instructiva porque muestra la permanencia de un sistema manipulador y represivo, adaptado al medio actual en partidos como Batasuna y similares. Hay, además, una herencia de totalitarismo inconsciente que permanece intacta en España y Latinoamérica.

Las seis historias son apasionantes. El húngaro apátrida, el señorito anglosajón, el periodista americano, el negro del Misisipí, la máxima celebridad literaria europea (entonces) y uno de los fundadores del Partido Comunista italiano no pueden ser más distintos y, sin embargo, la melodía de su canción es la misma. Aquello que les llevó al Partido fue un acto de generosidad y entrega, el dolor de una injusticia intolerable, el abuso depredador de los poderosos, la hipocresía y el egoísmo de los magnates, la inadmisible miseria de los desvalidos, el cinismo de los políticos, el ascenso del totalitarismo.

Asombrosamente, esos fueron también los motivos que les llevaron a abandonar el Partido y en algunos casos a luchar denodadamente contra su influencia: el cinismo de los estalinistas, la criminalidad del sistema, el totalitarismo soviético, la corrupción de los cuadros, la inmoralidad de los camaradas. Y otro elemento que a veces se olvida: la beocia absoluta del ideario y la ineficacia colosal de su aplicación.

De todos, el mejor armado para explicar la historia es Arthur Koestler, no solo por su calidad literaria (¡qué cursi queda el pobre Gide al lado del perfectamente actual Koestler!), sino sobre todo por la agudeza de su pensamiento. Koestler ha relatado luego sus años comunistas en los volúmenes autobiográficos, pero en este breve relato de apenas 50 páginas hay una frescura, una espontaneidad, admirables. Todavía estaba vivo el dolor de la ruptura, el abatimiento de la decepción. Aún vivían algunos amigos cuyo nombre no podía mencionarse porque seguían en la URSS. Todos ellos acabaron siendo asesinados.

Aunque es imposible dar cuenta de toda la información que ofrece Koestler, hay puntos relevantes para la política actual. El principal es que, como intuyó Dostoievski, no hay fuerza que induzca mayor unidad gregaria que el crimen compartido. Era precisamente el conocimiento de las monstruosidades de Stalin lo que mantenía la cohesión del grupo de cómplices. De no haber habido millones de víctimas, quizá en algún momento se habría podido proceder a la sustitución del tirano, pero los cuadros del Partido sabían que la desaparición de Stalin arrojaba una montaña de cadáveres sobre sus cabezas.

El segundo punto es la fe como estupefaciente del alma atribulada. El sentimiento religioso de los comunistas es asunto conocido. Koestler cree que el comunismo hizo estragos mayores en los países de tradición católica, habituados a la sumisión, que en los de tradición protestante, donde hay más recursos contra la arbitrariedad. No estoy seguro. En la Alemania del norte cundió el comunismo prebélico, aunque es cierto que estaba potenciado por el ascenso de los nazis. El beneficio principal de la fe es que el atribulado puede dormir en paz: hay un Ser Supremo que sabe con toda exactitud lo que debe hacerse. Y solo hay un pensamiento posible: el nuestro. Koestler habla con ironía de la distinción entre "pensamiento mecánico y pensamiento dialéctico" que usaban los jefes de célula para adormecer a los acólitos. Todo lo que proponía el Partido era dialéctico, y cualquier argumento que se apartara un milímetro era mecánico. Sobre todo cuando lo que planteaba el Partido era idéntico a lo que proponían los nazis. El pensamiento de un nazi era mecánico, pero el mismo pensamiento se convertía en dialéctico si lo decía un comunista. Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla.

El tercero es la convicción de haber sido iluminado por una verdad oculta que convierte a quienes la ignoran en socialfascistas, pequeño burgueses sin seso, lacayos del imperialismo o cualquier otro calificativo que se le dé al hereje. La bunkerización ideológica, tan feroz entre los etarras, expulsa del grupo a cuantos tengan la pretensión de pensar por sí mismos. Es el filtro que garantiza que todos los camaradas son almas muertas sin cerebro ni voluntad.

Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de mayo de 2007

El tema del traidor y del héroe

La participación de conocidos izquierdistas en el Gobierno de Nicolas Sarkozy produce océanos de bilis en los medios de la izquierda francesa. Cuanto más irreprochable el personaje, más bilis. Quien mayor odio desata es Bernard Kouchner, nuevo ministro de Exteriores: no pueden acusarle de nada. Exasperado, Daniel Cohn-Bendit le tilda de "narcisista", una majadería cuando se aplica al fundador de Médicos sin Fronteras, la única organización de ayuda humanitaria que concita la alabanza universal.

¿Qué está sucediendo en Francia para que las más estimadas piezas de su tablero cultural abandonen a los socialistas? Quizá habría que reflexionar con la debida seriedad sobre la célebre frase de André Glucksmann: "Voto a Sarkozy porque soy de izquierdas". No es una ocurrencia. Ni siquiera para Pascal Bruckner, uno de los pocos izquierdistas notorios que no se ha pasado al enemigo. Tras las elecciones escribió: "Los socialistas parecen decididos a congelar la Historia: han elegido el camino de la inercia". Y luego: "Dos conservadurismos, de derecha y de izquierda, se han unido para frenar cualquier reforma importante". Y la puntilla: "El Partido Socialista debe decidir entre morir para resucitar mejorado o agonizar en el culto del pensamiento muerto".

Es muy singular que ante cualquier novedad la izquierda institucional, la que goza de todos los privilegios del poder, reaccione con pavor y con ataques personales. Hay un miedo en la izquierda, una inseguridad ética, que produce estallidos de cólera en cuanto algo o alguien se aparta unos centímetros de su catecismo. Antes siquiera de reflexionar o analizar, y desde luego mucho antes de argumentar, baja la testuz y embiste al grito de "¡facha!". Este había sido siempre el comportamiento de una derecha analfabeta y goyesca, la derecha de cortijo y sortija. Ahora lo es también de la izquierda establecida y oronda, la izquierda momificada.

No es extraño que, para algunos hombres de acción, como Kouchner, lo significativo no sea ya la izquierda y la derecha, sino la posibilidad real de hacer algo que valga la pena.

Artículo publicado en: El Periódico, 20 de mayo de 2007.

Nada más difícil que lo fácil

El tren para Reims tenía que salir a las once de la mañana, pero el panel anunciaba su anulación. Debíamos cambiar los billetes para tomar el siguiente, a las 12.30 horas. Gran enfado de cientos de personas que trabajan a una hora de París. El panel añadía que la anulación se debía a "movimientos sociales en la zona de Reims". Intrigado por la frasecita acudí a Información, donde, tras una escaramuza cortés, admitieron que estábamos ante una huelga salvaje encubierta. "Un aviso para Sarkozy", dijo mi informador guiñando un ojo.

El nuevo presidente ha anunciado que impondrá servicios mínimos en los sectores estratégicos, algo que existe desde hace años incluso en Italia. Los sindicatos aristocráticos, pilotos de avión, maquinistas de tren, controladores del transporte público, ya están afilando el hacha. Todos aquellos que, con el fin de mantener sus privilegios, no vacilan en utilizar a los trabajadores como rehenes en huelgas que para nada perjudican a los ricos, van a echar un pulso al nuevo presidente. A esta odiosa extorsión la llaman movimientos sociales. Fariseísmo de los portavoces. Es el ambiente de la Gran Bretaña de Margaret Thatcher.

Durante los últimos días, grupos de ultras han destrozado la plaza de la Bastilla, han quemado coches, han arrasado comercios. Una vez más, castigan con su ira a la gente desvalida, a los trabajadores. En aquellos lugares donde han desatado su vesania aparecen pintadas que dicen: "fachos", es decir, nuestro familiar "fachas".

Ellos creen aludir a los votantes de Sarkozy, pero están firmando sus actos. En efecto, los únicos fascistas son ellos, que no dudan en utilizar la violencia contra gente inocente con el único fin de expresar su narcisismo ideológico. Fachas, sin duda. El Partido Socialista los ha condenado, pero los pequeños partidos antiliberales dudan en dar su opinión. Conocemos de memoria esta liturgia de sacristanes.

Va a ser muy difícil enterrar los tópicos revolucionarios de hace medio siglo, pero solo quienes puedan abandonarlos sobrevivirán al siglo XX. Y mira que es fácil...

Artículo publicado en: El Periódico, 12 de mayo de 2007

El fin del mundo, más o menos

En obediencia al giro cósmico de la rueda de Fortuna cuyos ciclos son imposibles de medir (tantas son las generaciones humanas que los separan), las sociedades opulentas reciben el castigo a su felicidad bajo la forma de terribles catástrofes, pero sólo las opulentas son castigadas, porque las miserables viven la catástrofe todos los días, incluidos los domingos.

En ocasiones, el desastre obedece a razones comprobables. La peste negra arrasó las ciudades más ricas y sabias de Europa, en la Italia norteña, con un bacilo que llegó de oriente en las pulgas de las ratas, un emigrante clandestino escondido en las tripas de un polizonte. El pánico al castigo divino aún perduraba en una película de Elia Kazan con inmigrantes ilegales, peligros de plaga pestífera y ratas similares a sus víctimas.

Otras veces la destrucción llega por obra de un agente discreto, pero se convierte en un pánico general e induce a creer que el Juicio Final está al caer. En estos casos la plaga o el desastre es una metáfora de la culpabilidad: la culpa de ser tan ricos, tan sabios, tan avanzados, tan poderosos o tan guapos. Tal fue el caso de la tuberculosis durante el romanticismo, según el sagaz ensayo de Susan Sontag sobre la enfermedad y sus metáforas. También lo fue, al inicio de su expansión, el sida, aunque rápidamente las comunidades más afectadas supieron introducir racionalidad en el análisis y detener un terror que podía convertirse en muy peligroso.

Durante el largo dominio de la brutal burguesía del Segundo Imperio, ese periodo en el que se amasaron las primeras grandes fortunas plebeyas, gigantescas acumulaciones de capital logradas con el crimen, la estafa, el robo (aunque también la audacia e inteligencia de los burgueses), todo ello acompañado por sangrientas revoluciones y represiones que influirían decisivamente sobre Karl Marx, el castigo divino fue la sífilis y su herencia.

Como la peste en las ratas, la sífilis se ocultaba en la sangre de las prostitutas y fluía por toda actividad sexual que no fuera del gusto de la iglesia y el Estado. Difundido desde la ciencia médica, el pánico a la espiroqueta y a la sexualidad perversa fue tan intenso que duró más de cien años. Todavía en mi bachillerato (Hermanos de La Salle, Barcelona) hube de leer un pasmoso ensayo de Monseñor Thiamer Toth, obispo húngaro, que bajo el título de Juventud y pureza explicaba la lenta liquefacción de la columna vertebral en los masturbadores masculinos.

El horror a la infección degenerativa iba unido a un permanente horror corporal. La burguesía opulenta veía el cuerpo humano como un saco de miasmas, infecciones, putrefacciones y descomposiciones, humores malignos que acababan por ocupar el cerebro. Los locos furiosos, los delirantes, las histéricas, los desenfrenados, eran tenidos por pecadores en la etapa final del vicio.

Todos los escritores del ochocientos narraron el terror a la degeneración de la sociedad burguesa minada por un mal secreto e ignominioso. La sífilis, como los actuales transgénicos, producía una descomposición invisible de los genes que corrompía fatalmente la herencia. Lo cierto es que aquella sociedad era cada día más poderosa, más opulenta y que estaba haciendo del planeta entero su finca privada. No importa: la obcecación por el castigo, la perturbadora presencia de una culpabilidad difusa, imponía en los burgueses imperiales el pavor a la destrucción universal. Es decir, la de su clase social.

No hay nada más asombroso que asistir por vía de novelas o documentos de la época a las onversaciones habituales en aquellos salones. Cada cinco frases aparecía el diagnóstico médico. La medicina era la ciencia dominante y aunque su lenguaje nos parece hoy cosa de sacamuelas, en su momento fue la verdad absoluta. Cuando muere Jules Goncourt, seguramente de sífilis, el parte médico firmado por una eminencia dice que la causa ha sido una "perimeningitis encefálica difusa". Palabras divinas que se acompañan con esta descripción: "Une désagrégation du cerveau à la base du crâne, derrière la tête".

En sus reuniones, Zola, Flaubert, Maupassant, los Goncourt, Daudet, no cesan de hablar de sus enfermedades con un lenguaje aldeano: "una fiebre cerebral", "una tisis de laringe", "un enfriamiento de las meninges". Todos ellos sufren sucesivamente o al tiempo hepatitis, cólicos, gastritis, neuralgias, gripes, comezones, migrañas, rampas, sarpullidos, reumatismos, insomnios o depresiones nerviosas y lo comentan con arrobo, dando un lugar distinguido al aspecto de las deyecciones.

En uno de los mejores estudios que se han escrito jamás sobre la literatura francesa, el soberbio Le pays de la littérature, de Pierre Lepape, figura un delicioso capítulo sobre Zola en donde el autor expone con maestría la presencia majestuosa de los médicos del Segundo Imperio. El prestigio de la medicina era tan elevado y general como el que actualmente pueda tener la ecología. Zola, un decidido partidario de la ciencia y el progreso, quiso acabar de una vez con la poesía y otras pamplinas, para construir una novela científica según el método experimental de Claude Bernard, modelo mayúsculo de los médicos parisienses. El único modo de evitar la destrucción de la raza y el fin del mundo (el suyo), era, decía, exponer científicamente la causa de la decadencia. A ello dedicó los 19 volúmenes de su anatomía patológica de la Francia burguesa.

Esa ciencia literaria, sin embargo, no era sino un disfraz de la moral tradicional. La novela científica exponía la verdad de la degeneración genética francesa y por tanto era la única actividad artística moralmente respetable. El resto era histeria: "Cuando oyen sonar la música, las mujeres lloran. Hoy necesitamos la virilidad de la verdad para alcanzar la gloria futura", dice en su Carta a la juventud. Y con la arrogancia de quien nada sabe de la ciencia, pero se cree un experto, añadía: "Que los poetas sigan haciendo música mientras nosotros trabajamos". La degeneración genética producida por el frenesí sexual, el alcohol y la sífilis eran la causa científica del fin del mundo (del suyo). Poesía tenebrosa inspirada por una culpabilidad flotante. Había ganado demasiado dinero.

Cada sociedad alucina su fin-del-mundo metafórico. Ahora que nuestros cuerpos son una mercancía de lujo, ¿qué culpabilidad tortura a los opulentos, los sabios, los guapos? ¿Qué peste negra va a destruir sus privilegios? Bien podría ser una sífilis de la tierra, el llamado "cambio climático", fenómeno que afecta al planeta desde que existe y que se acelera debido a la imparable e implacable hipertecnificación. La tierra está degenerando, es una bolsa de miasmas, sus casquetes polares están podridos, su atmósfera envenenada, la infección fluye por sus aguas, pronto morirá. En esta leyenda, como en la leyenda de la tuberculosis o de la peste negra, se toma la parte por el todo. Si llegara ese fin-del-mundo sólo afectaría seriamente a una parte discreta de los habitantes del planeta. El resto seguiría como siempre malviviendo, o puede que algo mejor. Hace muchos siglos un meteorito asfixió buena parte de la vida zoológica, pero sólo a los bichos más grandes. Eso no ha impedido la invención del teléfono.

La denuncia de un cambio climático universal y catastrófico cuya causa serían "las naciones ricas" o "los gobiernos reaccionarios" y cuya víctima abarcaría a "todo el planeta" con ese añadido demagógico de "en especial los más pobres" es nuestra leyenda del castigo divino, nuestro mito del fin del mundo (opulento). Habrá víctimas del cambio climático como hubo apestados, tuberculosos y sifilíticos, pero puestos a lo peor, la hecatombe climática, si la hay, dejará con vida y buenas perspectivas a una parte bastante amplia del planeta: la que todos los días vive el fin del mundo sin sentir la menor culpabilidad.

Artículo publicado en: El País, 10 de mayo de 2007

Duelo al anochecer, triunfo al alba

Todo ha sido planificado con precisión versallesca. El estudio, a 23 grados. Los candidatos no se darán la mano en público. Las cámaras no pueden enfocar a uno cuando el otro tiene la palabra. El tiempo de intervención lo mide un cronómetro que gotea los segundos en la pantalla de la televisión. Dos testigos vigilan.

Son los dos duelistas más hábiles al sur de Cornualles. Dos profesionales con cientos de muescas en la culata de sus pistolas. Ségo ha vencido a los paquidermos del Partido Socialista y se ha impuesto en un medio turbulento y agresivo, un nido de víboras. Sarko lleva decenas de años nadando en los pantanos ministeriales y derrotando a caimanes mayores y más acorazados. Ella, mujer de huesos grandes y rasgos clásicos, la imagen de la República comunitaria, tiene mejor presencia física que él, un falso enclenque, un mandril con los colmillos como navajas.

La candidata usa una voz mo- nótona, tediosa, como si leyera la lección a los alumnos más torpes. El candidato modula, sube y baja el tono, a veces canta, es un seductor. Por fin, ella reacciona con violencia ante esa intimidad acariciante, jesuítica. Entonces él aprovecha el descuido para reprocharle dulcemente su cólera: "Un presidente de la República ha de mantener la calma, madame Royal; usted ha perdido los nervios". Ella encaja el golpe, trata de serenarse a toda prisa, lo consigue a medias. Es el momento decisivo. Al día siguiente todos los medios de comunicación hablan de la agresividad mostrada por Ségolène. Sus amigos, los de Libération, lo mencionan a su favor: "¡Ségolène tiene agallas!", aplauden. Sus enemigos la presentan como una mujer autoritaria, dogmática, de la izquierda obtusa.

Ese fue, creo yo, el disparo mortal del duelo. Los datos, las estadísticas, las disputas de cancillería apenas dejarán rastro. La imagen de Ségolène rabiosa, los ojos encendidos, acusando de inmoralidad al candidato, ¿pesará sobre los indecisos? Los indecisos son casi todos centristas de Bayrou, gente de buenos modales, educada, que odia el ruido.

Mañana lo sabremos.

(Hoy ya lo sabemos. El tiro fue mortal)

Artículo publicado en: El Periódico, 5 de mayo de 2007

Con resaca entre dos fiestas

Termina una elección y empieza la otra. Los candidatos están de nuevo en escena, repeinados y limpitos como niños salidos del baño. La carrera política es agotadora. Solo los deportistas comparten esa capacidad de sacrificio y la admirable virtud de no darse por enterados cuando hacen el ridículo.

Se habrán fijado en que todas las elecciones del ámbito europeo ya tienen resonancia en los países de la UE. De un modo paulatino, lo que suceda en Bélgica o en Holanda repercute en el resto de los europeos. Hace unos años era impensable que los ingleses vivieran pendientes de las elecciones danesas o los italianos de la política española. La Unión Europea se está realizando sin que nos percatemos. Asistimos desconcertados a una brutal concentración de empresas, pero es que en Europa dentro de poco habrá tres o cuatro firmas allí en donde todavía hay doce.

Lo pensaba a partir de una entrevista con Massimo Cacciari en Libération. El que años atrás fuera uno de los intelectuales más influyentes de la extrema izquierda europea, alcalde de Venecia más tarde, y hoy uno de los fundadores del nuevo Partido Democrático italiano, no solo está muy alerta sobre las elecciones francesas, sino que aconseja a Ségolène Royal que abandone el tradicionalismo, que cambie de estrategia y que imite al Labour británico: "Basta con ver las diferencias entre Blair y Zapatero para entender la cantidad de cosas que deben pensarse de nuevo en ese terreno", dice.

Según Cacciari, los socialistas europeos solo tienen dos caminos. Uno, el ideológico a la manera española o latinoamericana, lleva al fracaso. El otro, pragmático al modo británico, les permitirá derrotar a los conservadores. Cacciari defiende una alianza de Royal con Bayrou, algo inadmisible para los viejos caimanes del socialismo francés, tan ideológicos como retrógrados. Pero una alianza con la extrema izquierda antiliberal conduce a la derrota.

Tarde o temprano sucederá lo mismo en España. Incluso a nosotros, más latinoamericanos que europeos, nos será imposible escapar de Europa.

Artículo publicado en: El Periódico, 28 de abril de 2007

Las barbas del vecino

La aparición de un tercer candidato ha obligado a conservadores y socialistas a esforzarse más en Francia

El día amaneció espléndido para ser un 22 de abril parisino. Bien es cierto que por la mañana no superábamos los ocho grados. A mediodía, sin embargo, ya estábamos por encima de la temperatura de Barcelona. Esta primavera viene siendo excepcionalmente calurosa. Quizá como consecuencia del buen tiempo, muchos franceses cogieron el coche y el resultado fue que las primeras estimaciones de participación eran alarmantes: un exagerado aumento de votantes respecto a las elecciones del 2002 que nadie sabía explicar. Es cierto que hay tres millones de votantes nuevos, pero ¿por qué votaban todos a primera hora? A las doce del mediodía se confirmaba el dato: la participación era histórica. Algo estaba a punto de cambiar.

LA CAMPAÑA había sido muy seria, muy profesional, muy intensa. La aparición de un tercer candidato con posibilidades reales, François Bayrou, había obligado a los perpetuos dueños del negocio, socialistas y conservadores, a esforzarse por razonar y explicar sus propuestas. A trabajar más. Y a fe mía que han trabajado como esclavos. Aquí no sirve lo de anular al adversario como si fuera menor de edad. Los ciudadanos franceses llevan varios cientos de años votando y saben que las imprecaciones personales, los insultos, las descalificaciones, esconden algo turbio y manifiestan la inconsistencia e inseguridad de quienes las usan.

En Francia es inadmisible que un político diga de otro que es un facha o un totalitario o un imbécil. El insulto se vuelve en su contra de inmediato, porque no cae sobre la persona, sino sobre los votantes del insultado. Solo algunos pequeños grupos con la enfermedad infantil del comunismo siguen utilizando el vocabulario de la guerra civil. El mismo día de las elecciones, Christophe Prochasson explicaba en Le Monde, bajo el título La izquierda de la vieja escuela ha muerto, que las elecciones francesas habían prolongado hasta 1970 la guerra civil soterrada durante el régimen de Vichy. Durante 40 años, la izquierda y la derecha francesas respon- dían a esa divisoria fratricida. En la actualidad, según Prochasson, las diferencias ideológicas han desaparecido y por lo tanto la división entre izquierdas y derechas no tiene sentido: "Los valores han reemplazado a las ideas, pero la izquierda aún no se ha percatado". Acababa su intervención diciendo que posiblemente ese sería el papel histórico de Ségolène Royal: librar a los socialistas de su conformismo. Nosotros, que llevamos ya 70 años de guerra civil soterrada, quizá nunca veamos esa modernización. Seguiremos viviendo en el pasado, como siempre.

Otro aspecto curioso de la campaña es que por primera vez los notorios intelectuales apenas han tenido presencia pública. De nuevo un elemento del antiguo régimen que se acaba, quizá por el mismo motivo: el fracaso de las ideologías y la cada vez más fuerte necesidad de pragmatismo. Ciertamente, los medios han destacado el apoyo a Sarkozy de la casi totalidad de la vieja izquierda del 68. Los socialistas solo han contado con ancianos ideólogos casi todos funcionarios y con algún cantante de voz muerta. Aunque lo más chusco ha sido el apoyo que han recibido el tenebroso José Bové y sus ovejas por parte del filósofo más infantil del año, Michel Onfray. Según el joven divulgador, Bové es el candidato "libertario". Nadie sabe lo que esa palabra pueda significar porque el tal Bové no cesa de exigir fondos estatales, subvenciones, protección administrativa y otros elementos poco afines con el pensamiento anarco.

Y finalmente, a las ocho de la tarde se hizo público el resultado. Nada había cambiado. Con variantes decimales ganaba Sarko con una cifra muy alta, más del 30%, Ségo- lène venía a continuación, rozando el 26%, y Bayrou se quedaba al borde del 19%. La extrema derecha se reducía al habitual 10% de rabiosos, temerosos y resentidos. La extrema izquierda desaparecía del mapa de la mano de los verdes. Así pues, sin sorpresas: lo esperable, lo que está mandado.

Una vez pasado el susto, los invitados de los programas de las televisiones francesas, elefantes de la nomenklatura, jefazos burocráticos, reptiles de moqueta y redacción, peroraban durante horas para no decir absolutamente nada. Sobre todo ni una palabra sobre el futuro, sobre las posibles alianzas, sobre los apoyos de la segunda vuelta, el 6 de mayo. Para eso les pagan. A los electores no debe llegarles ni una sola palabra sobre asuntos tan delicados. Ahora comienzan quince días de tráfico, yo te doy esto, tú me das aquello, antes de la decisión definitiva. Empieza la política real, de la que los votantes no sabrán nunca nada.

EL PERDEDOR, Bayrou, se despedía de sus huestes (muy jóvenes y entusiasmadas, a pesar del resultado) con un discurso triunfante, luchador, enteramente distinto de los sermones de Sarkozy ("¡Gracias, franceses y francesas, etcétera!") y Ségolène ("¡Hemos de inventar una Francia nueva, etcétera!"). O bien cambiamos las reglas de juego, decía Bayrou, o bien Francia seguirá siendo la finca privada que explotan dos inmensas empresas y sus redes clientelares, los socialistas y los conservadores. Bayrou hablaba ya pensando en las legislativas, cuando es muy probable que se convierta en la pieza decisiva para la formación de gobierno. Es el único que aún puede hacer algo por su país.

Artículo publicado en: El Periódico, 24 de abril de 2007

Pan y circo redimidos

Mucha gente cree que todas las televisiones del mundo están obsesionadas con el componente genital, la basura emocional y el deporte para machos. Sin embargo, las diferencias son notables y dan fe del alma de cada sociedad. Ni en Francia, ni en Gran Bretaña, ni en Alemania se vive con histérica intensidad el chismorreo porno. Es un plato de la Italia de Berlusconi. En Inglaterra, el husmeo de las glándulas es faena de tabloides dirigidos a los hooligans y sus parejas. En Francia apenas existe.

En España, las estrellas, los herederos y las entretenidas forman el menú destinado a las mujeres. A los hombres se les echa fútbol. En vida del marxismo, a este material que engancha como una droga se le llamaba "alienante" o "enajenante" porque chiflaba al proletariado y lo dejaba lelo. Algunos marxistas muy aficionados al fútbol, como Vázquez Montalbán, nunca dejaron de protestar por el uso que el franquismo y el fascismo dieron a los deportes.

¡Cómo se equivocaban! Leo en El País que los deportes dominan de una manera abrumadora el minutaje de los telediarios democráticos: el 23% de la información de Antena 3, el 22% de la de TVE, el 30% de la de Cuatro, se dedican a tan viril ocupación, más que en tiempos de Franco. En el estudio ha intervenido la Universidad Pompeu Fabra, pero no aparecen cifras de la televisión catalana por modestia. Y es que, en la actualidad, el fútbol y el porno cordial ya no son formas de alienación fascista sino de integración cultural, así que no debe abatirnos, sino alegrarnos, que cada vez más mujeres se pinten la cara para ir al estadio y los hombres disputen en la oficina o en el tajo sobre las prestaciones del nuevo amor de la señora Obregón. Caen las barreras entre ricos y pobres, se esfuman las clases sociales, los sexos, las religiones, gracias a dos inocentes actividades: mirar por el ojo de la cerradura a las parejas y fundirse en una masa aullante. Esa es nuestra identidad cultural.

En los informativos franceses, por ejemplo, el deporte casi no existe. Solo se le conceden unos pocos segundos. ¡Si serán fachas!

Artículo publicado en: El Periódico, 21 de abril de 2007

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