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Flecha  El siglo de la "Justicia"

Autor: Juan José Lucas

Gustav Klimt, uno de los más cotizados pintores, cuya historia podemos ver estos días en cartelera, recibió, hace un siglo, por parte de la Universidad de Viena, el encargo de realizar un cuadro llamado "Jurisprudenz". Se concebía el encargo como una alegoría de la justicia que debía acompañar a dos obras sobre Medicina y Filosofía. La obra generó una terrible polémica.

La Justicia de Klimt estaba compuesta por sus célebres figuras femeninas, retorcidas,  enigmáticas, melancólicas. Sin embargo, la Justicia de los académicos germánicos y vieneses, era mucho más formal, más sólida, más fiable. Era una Justicia no sometida al trato sutil del pincel de Klimt. Era una Justicia que se hacía respetar. Tras la polémica, la gigantesca obra terminó en el castillo de Immendorf. Y en 1945, finalizando la II Guerra Mundial, el gran cuadro fue pasto de las llamas. La Justicia de Klimt incendió a la opinión pública, y terminó por incendiarse ella misma. La justicia es, en efecto, material delicado, fácilmente inflamable.

La consolidación de una justicia independiente es uno de los mayores logros del contemporáneo Estado de Derecho. Porque una justicia independiente es la mejor garantía de los derechos y libertades de todos los ciudadanos. El éxito del modelo español de establecimiento y consolidación de un Estado de Derecho no hubiera sido posible sin la contribución de unos jueces que se han comportado con rigor, honestidad, profesionalidad, y con auténtica devoción al principio nerval del imperio de la ley. Que algunos de nuestros jueces y de nuestros fiscales fueran objeto de la barbarie totalitaria del terrorismo es, por si todo ello no fuera suficiente, una credencial demoledora del compromiso del Poder Judicial con la España de las libertades.

En el supuesto del Tribunal Constitucional, custodio y garante de la recta aplicación de la mejor Constitución de la historia de España, de la Constitución de la concordia y de la reconciliación nacional, valen los mismos razonamientos. Ni qué decir tiene que todas sus sentencias serán interpretadas en clave política. Al fin y al cabo, una norma jurídica no deja de ser una norma política de contenido ético o al menos, intencionalmente ético.

Y por eso, las reflexiones de contenido ético o al menos, intencionalmente ético, son forzosas cuando se examina la actuación del Tribunal Constitucional. Que un juez no puede serlo si, al mismo tiempo, es parte en un asunto que le toca juzgar, es un principio invariable de la administración de justicia. Es un principio esencial al funcionamiento del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es un principio que obligó a la reforma de nuestra vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, para que el juez instructor no participara también en la vista oral. Es una exigencia material y, desde luego,  una exigencia formal. Porque la forma es esencial al ser. Las formas, en plural, son esenciales al funcionamiento de las instituciones del Estado de Derecho.

No existe la ética sin la estética. En nombre de la ética y de la estética no se pueden cambiar las reglas del juego a mitad del partido. Y menos, si se produce una ingerencia del poder político en el poder judicial. Es algo que los ciudadanos no queremos. Porque confiamos en la justicia. Porque la necesitamos. Tal y como es y debe ser: independiente. Sin división de poderes no existe el Estado de Derecho. Jueces y Tribunales dependen sólo de la Ley. El Tribunal Constitucional conoció dramáticos episodios de intervención del poder político hace casi un cuarto de siglo, cuando el criterio de algunos de sus más distinguidos magistrados fue retorcido hasta el último extremo por un poder ejecutivo del mismo signo político que el actual, un poder que no vaciló en hacer todo lo posible para someter al Alto Tribunal a sus directrices. Y el descrédito de quien no pudo o no supo defender su independencia se extendió a la propia institución. El afectado se marchó de una manera un tanto avergonzada.    

No es eso lo que necesitamos los ciudadanos españoles. Sería verdaderamente espantoso que, de nuevo, se sometiera a una insoportable presión al Tribunal Constitucional para terminar diseñando una institución "ad hoc", un organismo sometido a las iniciativas y directrices del poder ejecutivo. Porque, sin jueces independientes e inamovibles, no es concebible la democracia. En alguna de las más acreditadas democracias, los magistrados que velan por el sostenimiento de la integridad del sistema democrático lo son en forma vitalicia. La composición de uno de los órganos vertebrales del sistema político español no puede convertirse en moneda de cambio partidaria en medio del funcionamiento ordinario de la legalidad vigente. Estamos hablando del Tribunal Constitucional, y no de un bazar.
 
El Derecho lo contempla todo, y contempla muy singularmente los mecanismos que asisten a ciudadanos e instituciones en la defensa de sus legítimas expectativas. Y la primera obligación del Estado de Derecho es ser leal a su propia identidad y responsabilidad. Yo sigo pensando, siguiendo a Max Weber, que junto a una "ética de las convicciones" sigue existiendo una "ética de las responsabilidades".

Y que la esencia del ejercicio de las responsabilidades del gobierno consiste en conocer las líneas rojas que marcan la separación de poderes. Gobernar es someterse a los controles dispuestos por la sabia lógica del sistema democrático. Y que esa lógica, conocedora de la naturaleza humana, limita el poder. Yo prefiero pensar que, en democracia, se impone siempre el sentido común. Y, ¡ojalá!,  que el único incendio de la justicia que conozcamos sea el que redujo a cenizas "Jurisprudenz",  de Klimt.

Artículo publicado en La Razón el 12 de marzo de 2007
Juan José Lucas, senador del PP

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