viernes 5 de junio de 2009

Cremas y masajes

Es ciertamente complejo vivir hoy de una manera consciente. ¡Es preciso hacer tantas cosas, estar tan informado...!

Ocurre con las cremas para la piel, reservada hasta hace bien poco a las mujeres y hoy utilizadas de forma creciente también por los hombres que se hidratan, se estiran, se masajean y ocultan ojeras como las mejores vedettes del pasado. Un cajero que en algo se tenga no va por las mañanas a la oficina como antiguamente hacía después de tomarse un buen café con churros; hoy se administra unos cereales y, después, se aplica un hipoalergénico, un liporreductor y pizca de glicerina para retener la humedad. Todos conocemos ya cuál es nuestro Ph y la textura de nuestra película hidrolipídica y quién no sepa qué cosa sea el colágeno es sin más un borrico abandonado por los dioses.

La causa del envejecimiento no está, como hasta hace bien poco hemos creído con atolondramiento, en los disgustos que dan los hijos y en la cuenta corriente que adelgaza sin piedad como una anoréxica, sino en unas moléculas inestables que se llaman "radicales libres" que atacan a las membranas de las células e incluso al núcleo celular. ¡Con la simpatía que hemos tenido siempre a los radicales libres porque nos parecían unos tipos insobornables!

Ahora sabemos que aquello que evita el envejecimiento no es el jamón de cerdo cebado con amores adánicos ni el besugo al horno, sino una coenzima que se conoce como Q-10, una suerte de espía que no da tregua a esos malvados ya citados que son los radicales libres. Lo peor son las células muertas porque, además de enterrarlas, hay que llevar siempre a mano retinol y un SPF para conjurarlas. La urea, que los más zoquetes identificamos con la orina y, por ello, merecedora de nuestra más distante indiferencia, es hoy substancia muy apreciada como hidratante y hasta como exfoliante de suerte que es aconsejable recoger las mejores y más sostenidas micciones como si se tratara de un bien de abolengo.

En fin, como se puede percibir, un lío del que nuestros antepasados se vieron libres: de ahí la oronda silueta y la cara de satisfacción que, insultantes, ofrecen en las viejas fotos familiares.

Y, sin embargo, quién crea que con atender este galimatías ya ha cumplido está bien confundido. Para mantenerse en forma, ágil y joven, es necesario además darse un masaje, no por esas señoritas que al efecto se anuncian proclamando en los periódicos sus hechuras y pujanzas, sino adquiriendo diabólicos aparatitos pensados para calmar dolores, aliviar tensiones, relajar o incluso endurecer los músculos y hacerlos amenazantes al tiempo que se trabaja en la ventanilla o en el andamio.

Hay lo que se llama el digitomasaje que es una pulsera que tiene un pequeño latido como el de un bebé; también la estimulación muscular que, si bien suena a lujurioso tejemaneje, es un casto utensilio, serio y formal aunque lleno de traviesos electrodos que endurecen el abdomen, los glúteos y hasta los muslos, "sedes libidinis", en el decir de los clásicos.

Si se quiere más, se puede echar mano del masaje "shiatsu", más japonés que un reloj (japonés, claro), que deja la nuca y las pantorrillas listas para cualquier empeño. Por menos de seis euros se puede comprar una bola con púas redondeadas que sirve para practicar la reflexoterapia de manos, aunque como su propio nombre no indica, vale asimismo para las cervicales y la espalda. Los más vehementes disponen de un mango de masaje manual (a no confundir con el bálano tradicional) que es un rodillo definitivo para la relajación de ese guerrero urbano en que todos nos hemos convertido. O de la talasoterapia podal o del jacuzzi portátil...

Corolario: quien hoy esté viejo o cansado es por afición.

miércoles 3 de junio de 2009

Libros y antigripales

¿Se leen libros en España? Es este un asunto que surge a menudo en los medios de comunicación. Tenemos constancia de que ahora se publica mucho más que antes y como las editoriales de algo tienen que vivir, se entiende que venden sus libros y quien los compra es muy probable que los lea, a menos que prefiera utilizarlos como combustible en la chimenea, lo que resulta, por cierto, un destino glorioso para tanta bazofia como ve la luz, aunque solo sea porque el fuego la purifica y, además, la encomienda al cielo, al que asciende en la airosa forma del humo.

Antes de la guerra, Azorín o Unamuno vendían muy poco pero, sin embargo, ganaban dinero Ricardo León y su novia Concha Espina; en el teatro se veía a Benavente y también la "Santa Isabel de Ceres" de Vidal y Planas. Blasco Ibañez se hizo rico aunque en ello acaso influyó el hecho de ser Blasco un personaje que intervenía en la política y a quien, por estas razones, le llevaron a la pantalla "Los cuatro jinetes del apocalipsis". A Blasco Ibañez le gustaba mucho estar en los periódicos y así se cuenta que, cuando se murió, como alguien le diera la noticia a Valle Inclán en el café, éste contestó sin inmutarse: "no haga usted caso, es solo propaganda que él se hace".

Cuando leemos los periódicos del siglo pasado, vemos avisos curiosos que anuncian que en tal librería de Madrid se han recibido cinco ejemplares de la novela "Los miserables" de la que es autor el fecundo escritor francés Víctor Hugo. Venimos pues, en rigor, de un pasado acaso no muy esplendoroso pero en el que los pocos aficionados a la lectura leían y probablemente con provecho. El resto seguía los crímenes y los toros porque, en verdad, que aquellos crímenes eran crímenes selectos, de mucho puñal y mucho veneno, y los celos jugaban un papel tan determinante que Vidal y Planas, a quien antes he citado, mató por celos (fundadísimos) al mediocre escritor pero relevante sablista Antón del Olmet. Además, quienes toreaban eran Joselito y Belmonte. Con las hazañas de estos gigantes, el libro quedaba como un enemigo escuchimizado al que solo prestaban atención eruditos descreídos pero fervorosos de la letra impresa.

Hoy otra es la situación. En cualquier quiosco de periódicos nos encontramos ediciones muy baratas de Balzac o de Clarín. Cervantes y Shakespeare cuelgan de una cuerda como prendas puestas a secar al sol, al lado de los Marsé, Cela o Torrente que también se acogen al tibio calor de las tiradas millonarias.

Pues bien, si todo esto es así ¿por qué se lee tan poco? A veces la causa se busca en la televisión y en los estragos culturales que ésta origina. Sin embargo, la verdadera razón nadie la ha desvelado hasta este momento y es hora de que alguien lo haga: son los fármacos antigripales y anticatarrales los causantes del bajo índice de lectura.

Nadie debe extrañarse de ello porque hasta el descubrimiento de estos medicamentos, quien cogía una gripe o un catarro se metía en la cama y se tiraba diez o doce días bajo las mantas con la bolsa de agua caliente en los pies a la espera de que la enfermedad se despidiera educadamente. En tales molestas circunstancias ¿a qué se podía recurrir si no era a los "Episodios Nacionales" o a las novelas de Palacio Valdés?

Sin embargo ¿qué ocurre ahora? ¿alguien se puede leer de verdad el Ulises o lo último de Philip Roth si con una pastilla efervescente se está en condiciones de acudir a la oficina y rendir en ella de forma plausible?

Las novelas de antaño eran el desenfriol de hogaño.

Estando así las cosas, no queda más remedio que aprovechar la reforma farmacéutica para retirar del mercado vacunas y antigripales. Sólo de esta forma se recuperará el sosiego de la lectura y el placer de una cama sin prisas: ¡la bengala del juego literario y sus metáforas claman por el virus!

martes 2 de junio de 2009

Tres guindas ilustradas


Respetamos al bosque
porque es orquesta de
madera y viento.










Las montañas tímidas se envuelven en la recatada espuma de la niebla.
















La nieve es el abrigo de pieles de las montañas.

lunes 1 de junio de 2009

Deporte barato

¡Gran deporte el de la montaña, gran deporte el del ascenso a las cumbres o el del simple senderismo! Y bien barato: apenas unas botas, un gorro para el sol, una mochila liviana... Ahí, en su misma elementalidad, se halla su desgracia porque en él no hay grandes inversiones ni más publicidad que la que pudiera encarecer el amor a la desinteresada contemplación de la naturaleza: ¡placer de párvulos! Que por lo mismo no es, nunca ha sido, buen material para el negocio de grandes ceros. ¿Cuántos caminos hay señalizados adecuadamente para el montañero en esta región, en cualquier región de España? Es de ver, y de lamentar, el abandono que se complacen en practicar las Administraciones respecto de su riqueza forestal para fines deportivos, empezando por los propios municipios, insensibles por ignorantes.

Una experiencia gratificadora al menos camina (y nunca mejor empleado el verbo) en dirección contraria. Y es que un grupo de ciudadanos sencillos, los que no tienen acceso a los grandes medios ni alardean de conocimientos peregrinos, son quienes tienen en la sociedad moderna las más felices ocurrencias. Está en marcha (y nunca mejor empleada la expresión) la iniciativa llamada “Eurorando”, que reivindica la unión de los pueblos a través de sus cañadas. Un grupo de caminantes va de acá para allá, utilizando viejas sendas, abandonados senderos, y así en media Europa, aspiran a llegar hasta Estrasburgo empleando la técnica de los relevos, para entregar en el Parlamento un libro de firmas y un manifiesto.

Un país como España está surcado de norte a sur, de este a oeste, por los viejos caminos del ganado trashumante. Pero de la misma forma que hemos destruido gran parte del patrimonio histórico para edificar vulgaridades, de la misma forma que nos cargamos perspectivas bellísimas en beneficio de una especulación inmobiliaria de cortísimas miras (en León nada menos que la catedral, su mayor riqueza, está sepultada para el viajero que llega a cualquiera de los miradores que circundan la ciudad por un rosario de chabacanería), de la misma forma, digo, hemos borrado los antiguos senderos por inservibles, porque ya no encajan en una sociedad de ridículas prisitas, y ante la mirada complaciente o evasiva de las Administraciones públicas que luego gastan millones en crear rutas artificiales o costosas instalaciones deportivas cuando las naturales, las que están ahí legadas por la historia, mudas sí pero deseosas de un mimo, se olvidan y se sepultan entre la indiferencia y la rapiña. Todo ello contrasta con la práctica en otros países europeos donde las autoridades amparan estas muestras del pasado de los benéficos constructores.

¿Quién da más? La vaga emoción literaria y el disfrute del resonante clamor de los bosques, sus frondas, sus selváticas vestimentas: ¡ahí es nada!

viernes 29 de mayo de 2009

En calzoncillos

Durante muchos siglos, el paño de lino se ha usado para un modelo de calzoncillo cuyos extremos inferiores se enrollaban hacia arriba y quedaban en la entrepierna. Se lograba así, en aquellos tiempos remotos, de velar a la colectividad de una forma natural y austera, la rotundidad agresiva de los órganos genitales. Era aquel primigenio calzoncillo una modalidad algo evolucionada del taparrabo, prenda inventada de manera apremiante por nuestro común padre Adán cuando descubrió el alegre atrevimiento con el que se paseaba por el Paraíso, confundido, en su mente incierta de primera criatura, con un campo de nudistas.


También llevaron las personas distinguidas mallas que eran ya cosa fina, de distinción social y sexual (el sexo es el picaporte con el que llamamos a la puerta de la sociedad que ha de acogernos), y esa es la razón por la que en París, durante la Revolución francesa, los insurgentes de las clases humildes fueran bautizados como "sans culottes", es decir, "sin mallas".


Ya en épocas más recientes hizo furor la ropa interior larga y ahí tienen su origen los calzoncillos del doctor Rasurell que tapaban el aparato genesíaco de nuestros abuelos pero que llegaban hasta la tibia dándoles ese aire tibio que suele adornar a los auténticos abuelos. En la posguerra, la severidad de los días y el exaltante patriotismo ambiental obligaban a vestir calzoncillos hasta la entrepierna, blancos por supuesto, y castos. El Caudillo jamás hubiera permitido otro modo de solapar el trapío.


Pero desapareció el general, perdiendo por cierto de esta forma natural y traidora su condición de invicto, y ahí vino el descaro y la desmesura. El "slip" presentó batalla a la cauta prenda tradicional y, ay desdicha, se la ganó. Claramente era un invento del Maligno, que suele presentar de forma artera sus odiosas creaciones, porque, si bien se anunció con hipócrita ingenuidad como una forma deportiva de celar el trinquete, todos supimos bien pronto que de lo que se trataba era de proporcionar mayores hechuras y una más lograda apariencia de acometividad. Y ahí es donde nos quería llevar Belcebú que ya había ensayado análogo cebo en el siglo XIX, época en la que se usaron unos cojinetes para resaltar o dar adecuado relieve a los bolos. En la Corte, quienes se acercaban a doña Isabel II, alzaprimaban de esta suerte su salvoconducto para penetrar mejor en los graves asuntos de la gobernación.


Por si fuera poco, el color blanco, comulgante y seráfico, cedió su puesto a otros tintes e incluso a arriesgadas combinaciones cromáticas y así tal parece en la actualidad que algunos lleven en sus entretelas la bandera de un país remoto y quimérico.


Una constante, sin embargo, se ha mantenido por encima de las modas: siempre han dispuesto estas prendas de rendija o bragueta por la que resultaba fácil extraer el tallo o tronco, según corpulencia. Y aquí es donde viene la innovación más perturbadora que los contemporáneos sufrimos: muchos de los actuales calzoncillos carecen sencillamente de orificio viéndonos obligados sus usuarios a desembolsar por arriba o por uno de los lados y, con ello, a industriar un peregrino tejemaneje, cuando no a entregarnos a circenses contorsiones. Todo ello para quebrar la artificial resistencia del pendón, cuya cortés retractilidad castigamos con un injustificado y gratuito hermetismo.

Señores: si una redención se impone hoy como inaplazable es la de nuestra aherrojada guarnición: ¡libertad, libertad para la cautiva!

jueves 28 de mayo de 2009

Aceite de oliva

Hoy, Noé se hubiera enterado del fin del Diluvio por un fax que Dios le habría puesto o por un e-mail, pero en su tiempo, y a falta de estos diabólicos artilugios, recibió una paloma con un ramo de olivo en el pico. De esta forma, el Señor le anunciaba que mandaba el cese de las lluvias y que sellaba la paz con los hombres. Desde esa remota época, esa paloma y ese ramo de olivo son el símbolo de la paz y la unción con aceite de oliva es una muestra de hospitalidad en muchos pueblos mediterráneos y a los muertos, cuando se les viatica, se les proporciona aceite sagrado. Picasso sacó mucha rentabilidad a todo eso de la paloma y el olivo y hoy no hay tienda de regalos ni lista de bodas de cierto fuste que no incluya su paloma de la paz.

Y, sin embargo, el pacífico ramo de olivo es capaz de desencadenar en nuestros días una guerra en España. Hasta ahora habíamos conocido la guerra de las naranjas, que fue aquella que montó a principios del siglo XIX Godoy contra Portugal y que se conoció con ese nombre porque los soldados más aduladores le mandaron unas ramas de naranjas de Yelves que el príncipe, a su vez, envió a la reina adúltera para que ésta no olvidara a su guerrero enamorado y fogoso. Ahora es el olivo el que da nombre a un nuevo enfrentamiento en el que no hay trincheras sangrientas ni cañones porque ya no se hacen la guerra como antaño cuando se enviaban unos a otros columnas de soldados entonando himnos, inflamados de sana ardentía bélica. Como todo ese aparato escénico ya no se estila más que en las películas, ahora las guerras se hacen a base de comunicados diplomáticos, plataformas reivindicativas, manifestaciones en Jaén y mesas redondas.

Ahora bien, con todas las armas a nuestro alcance hemos de defender nuestra aceituna y nuestro aceite porque sólo así defendemos nuestras entretelas. ¿Qué español podrá mirarse al espejo con dignidad si descuida o se zafa de esta empresa? Y es que un español decente y educado empieza la jornada echando un chorro de aceite a un pan crujiente y, luego, dependiendo del gusto, le añade sal o azúcar o miel que tampoco es mal contraste el producto de las abejas. Sigue la jornada y, en la comida, se toma una ensalada de jugosas verduras bien regada con aceite de oliva de la sierra del Segura o de Jaén o de Córdoba, y, luego, atiende al aceite que le ponen al sofrito del guiso que se va a zampar porque sabe que su verdadero secreto está ahí precisamente, en el aceite que se usa y en la forma de administrarlo. Si prefiere unos huevos, éstos han de venir fritos en aceite de Antequera o de la sierra de Cádiz o de Tarragona o de Lérida y, cuando pide el postre, se documenta acerca del aceite con el que se ha confeccionado la pastelería o la bollería que se le ofrece y al oír que se ha usado el afrutado y delicado de Aragón, emite una breve pero expresiva muestra de júbilo.

Esta es la realidad que debemos conocer pues fuera de ella todo es confusión y oscuridad. Piénsese por un momento en esos restaurantes donde, para abrir el apetito, nos ponen un plato con mantequilla y pan. ¿Existe un delito gastronómico de mayor envergadura? ¿Puede darse una muestra de ignorancia culinaria más cabal y definitiva? La mantequilla, lejos de incitarnos a la comida, nos aplaca el hambre, nos arrasa los sabores futuros y, encima, nos instala, sin miramiento alguno, el colesterol en los lugares más comprometidos de nuestro organismo. Sustitúyase ese infame introito por unas zanahorias crudas, cortadas en rodajas o en tacos, levemente humedecidas con unas gotas de aceite de oliva y una pizca de sal. Nuestro paladar se abre de par en par y nuestras mejores facultades intelectuales están ya preparadas para recibir las creaciones del cocinero, disfrutarlas y, al cabo, emitir sobre ellas un juicio certero y responsable.

Defendamos el tesoro de nuestros bosques de olivos para que su jugo fiel siga alumbrandonos.

miércoles 27 de mayo de 2009

Dulces y postres

Cuando se viaja o se camina por los pueblos de esta España judicialmente pegajosa una de las tareas más recomendables y útiles a que puede entregarse el viajero es la de conocer y disfrutar los dulces y los postres locales porque en ellos se encuentra condensada la sabiduría del lugar. El postre es la rúbrica que echamos al texto de la comida y, por ello, es lo que la hace auténtica y fidedigna. De la misma forma que no aceptamos ningún documento que no lleve la firma de quien lo ha escrito o expedido, de igual modo no podemos fiarnos de un cocinero hasta que vemos su firma estampada en forma de postre que es lo que le define y le singulariza. Y es que el postre es el desenlace, donde queda clara toda la trama de aquello que hemos comido con anterioridad; es también el epílogo, los últimos compases de la composición, aquellos que nos impulsan a aplaudir y a pedir que salga el director a escena.

Por eso es tan triste la moda actual de los postres industriales que, en los restaurantes, están conservados en armarios frigoríficos como cadáveres en espera de su sepultura definitiva. Una de las más inequívocas muestras del declinar de esta tierra nuestra es precisamente esa: la generalización de las tartas al whisky o al ron que se toman lo mismo en Almería que en Lugo o en Segovia. Es este un delito de lesa gastronomía del que alguien debería responder ante los tribunales competentes porque no se puede perpetrar una agresión tan descomunal a la tradición y a los buenos modales culinarios de forma impune. Esos armarios son buenos para los laboratorios donde se guardan las muestras del ensayo científico o el cultivo de un hongo, también para los hospitales y las peleterías porque parece que a los despojos humanos o animales les va bien el fresquito. Pero una buena tarta, un hojaldre terso y curruscante o el orondo bizcocho bien relleno de crema merecen un trato distinguido, afectuoso, con cierto calor maternal.

El postre, por no ser cosa de broma, hay que tomarlo en serio. De ahí que debamos rechazar el postre en serie. La condesa de Pardo Bazán, que fue el ama de cría de la literatura española, tiene un precioso libro sobre la cocina española antigua, acaso lo más notable de su producción, en el que recuerda cómo en materia de postres no es infrecuente que se puedan incluso rastrear los vestigios de nuestra historia y así dice que "en Granada tuve ocasión de ver unos dulces notabilísimos. Eran de almendra o quizás de bizcocho y ostentaban en la superficie dibujos de azúcar que reproducían los alicatados de los frisos de la Alhambra y no por artificio de confitero moderno sino con todo el inconfundible carácter de lo tradicional".

Don Juan Valera, que fue un gran viajero, una especie de trotamundos de levita y plastrón, era gran aficionado a los dulces y postres enjundiosos y en su obra se pueden encontrar muchas alusiones a hojuelas, pestiños, rosquillas, mostachones, bizcotelas... Se recordará que uno de los primeros obsequios que recibe don Luis de Vargas al instalarse en casa de su padre y empezar allí a escribir las cartas a su tío el Deán, poco antes de conocer a Pepita Jiménez, fue precisamente un "tarro de almíbar, una torta de bizcocho, un cuajado y una pirámide de piñonate". ¿Qué hubiera sentido don Juan Valera si, en uno de sus viajes, allá por tierras centroeuropeas, se encuentra, metidos en una fresquera, los bizcochos con canela empapados en vino generoso de que nos habla en Las ilusiones del doctor Faustino? Es mejor no pensarlo porque puede removerse en su tumba.

Una responsabilidad muy importante en el trajín dulcero han tenido y siguen teniendo las monjas, que ponen ingredientes sabrosos y naturales, verdaderos, porque si metieran acidulantes, conservantes y demás inventos de mangantes se condenarían sin remisión posible al infierno.

A la prensa ha saltado la noticia de la incorporación a Internet de las yemas de santa Teresa. Son éstas una de las más importantes creaciones del genio humano y, aunque dicen que las inventó Isabelo Sánchez a mediados del pasado siglo, en realidad no son sino el milagro más consistente de la santa de Ávila. El hecho de que ahora figuren en Internet y, por tanto, salgan en millones de ordenadores, solo alegría debe causarnos y, por ello, debemos animar a los demás artistas confiteros a hacer lo propio. Porque ya no es hora de conquistar tierras con la espada ni de evangelizar indios renuentes. Es la hora de señalizar las autopistas informáticas con los indicadores luminosos y gozosos de nuestros postres.