Martes, 24 Noviembre 2009...11:46 am

Montesquieu, la bestia negra del Tripartito

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El 31 de marzo del año en curso [2009] un grupo de estudiantes escenificó ante la sede del Parlamento de Cataluña un juicio al Consejero de Interior, Relaciones Institucionales y Participación Ciudadana del gobierno catalán, Joan Saura (IC-V), mientras dentro de la cámara catalana dicho prócer del Tripartito explicaba el operativo de la intervención de los mossos d’esquadra relacionado con el desalojo de los estudiantes-okupas de la Universidad de Barcelona, intervención que ya debe contar con estudios entre la bibliografía especializada porque, entre otros particulares, se caracterizó porque la cifra de mossos (de la llamada brigada mòbil o antidisturbios con la preparación y equipamiento que se les presupone) que resultaron heridos multiplicaba por diez la de contusionados no policiales (muchos de ellos ni siquiera okupas o manifestantes, sino periodistas o viandantes), dato, tan objetivo como la fiebre o la presión arterial, que pone en evidencia que, dada la “preparación” de la policía autonómica catalana, desplegarla en algunas funciones en sustitución de la Policía Nacional fue una decisión prematura y, el tiempo y los hechos han demostrado, una temeridad. Comentario parejo merecerían, bien el despliegue precipitado de los mossos como policía de tráfico en diciembre de 2000 en sustitución de la Guardia Civil (indagado por aquel entonces el motivo por el que varios de los nuevos agentes fueran atropellados en los arcenes de carreteras y autopistas, se hallaba, como primera evidencia, el siguiente detalle: la formación en la Academia de Tráfico de la Guardia Civil duraba un año, mientras que la propedéutica preparación de los mossos destinados a ejercer las mismas funciones en el Principado era de tres meses; no es un juicio de valor o falta de sentimiento nacionalista: son nueve meses de diferencia), bien su despliegue en la ciudad de Barcelona en noviembre de 2005 sustituyendo con falta de medios, preparación y, sobretodo, efectivos a la Policía Nacional. Quien viva o tenga un comercio en la Ciudad Condal ya sabe a lo que me refiero. La prensa barcelonesa informó que el “tribunal” de estudiantes-actores declaró a Saura “culpable” en aquella escenificación que, si ontológicamente era preocupante, artísticamente era inferior a cualquier happening de los 60.
En el artículo que Francesc de Carreras publicó en La Vanguardia por aquellos días invitaba a reflexionar sobre la formación y los valores recibidos por una generación de estudiantes que durante semanas chantajean con un acto de fuerza a un rector que tolera la ocupación del recinto universitario por miedo a ser calificado de represor (enésimo complejo de etiología antifranquista; recuérdese cuando en la segunda mitad de los años 70, las juntas directivas de los institutos de bachillerato, copadas por profesores militantes del PSUC, eliminaron las tarimas de las aulas por considerarlas simbólicamente autoritarias: obviamente el tercio inferior de la pizarra se convirtió en inutilizable). En gran medida, la explicación de que el juicio-happening a Saura tuviera lugar está contenida en aquellas reflexiones sobre la batasunización de una generación diseñada a conciencia en despachos y aulas.
La escenificación de un falso juicio es siniestra y sólo quien desprecia los poderes que emanan del pueblo en una democracia puede concebir una pantomima de tan tétrico significado. Atribuyo a su carga denotativa el que la escenificación de un falso juicio, esto es, realizar una parte o un todo de un proceso ilegítimo que imite la liturgia de la justicia, sea siempre siniestra. Por un lado, evoca los tribunales de excepción que toda constitución democrática prohibe; por otro, alude al mayor de los temores que puede sentir un hombre: si quien juzga no es un verdadero juez, nada garantiza que un hombre inocente no sea declarado culpable.
Quien odia la democracia y todos los poderes del Estado porque cree que ponen límites a la tentación de la tiranía gusta de suplantar a los jueces y escenificar procesos judiciales. No olvidemos el largo “proceso proletario” al que las Brigadas Rojas sometieron a Aldo Moro en su cautiverio. Aquella condena a muerte que recayó sobre el presidente de la Democracia Cristiana italiana por parte de los terroristas que durante el secuestro escenificaron un tribunal (que en sus comunicados decía representar al “proletariado”) acabó con la frivolidad o quitó la venda ante los ojos de varias generaciones que consideraban que los modelos de Albania y Rumanía debían reemplazar a las democracias tuteladas por Estados Unidos desde las postguerra. No me pasó desapercibido que tras la ejecución de Aldo Moro las librerías de lance se llenaran de los tomos, digamos ya inermes, de Marx y Lenin y, con el retraso con el que en España se vivían las cosas, Jorge Herralde puso fin a varias colecciones de ensayo y se forró con la narrativa.
En M (1931) de Fritz Lang el hampa ve perturbada su actividad porque la policía ha incrementado la presión sobre los bajos fondos para detener a un asesino de niños. El criminal, acosado, teme más ser atrapado por los delincuentes que por las fuerzas policiales del Estado. Al final, una vez capturado, es juzgado por el hampa en una fábrica abandonada. El miedo de quien es juzgado por un falso tribunal se refleja en el rostro de Peter Lorre, quien suda copiosamente como Marlon Brando en el Julio César de Mankiewickz.
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Ingmar Bergman comenzó a hablar de que preparaba una película “de terror” cuando escribía el guión (y todavía usó los mismos términos durante el rodaje) de El huevo de la serpiente (1977), título evocador de los versos del Julio César de Shakespeare en los que Bruto propone impedir la incubación de un tirano. Se refería Bergman a su nuevo guión como “la película más terrorífica que alguien pueda imaginar”. El creador sueco no era exacto: su película, que se desarrolla en Berlín durante ocho días de noviembre de 1923, refleja cómo un pueblo incuba un régimen totalitario es “sobre el terror” no “de terror” o “terrorífica”. En efecto, los protagonistas no son Liv Ullman y David Carradine, sino el miedo que invade la vida cotidiana ante el avance de una ideología perturbadora, el nazismo, que está presente en una sociedad perturbada: miedo a hablar con desconocidos, humillaciones, amenazas, atmósferas sórdidas y asfixiantes, agresiones. En definitiva, el ambiente que se vive en Cataluña desde 1980. Quien haya visto que se le cierran puertas, se le coacciona por motivos políticos camuflados de lingüísticos, se le insulta y agrede por no seguir determinadas consignas, quien evita hablar de política con familiares o vecinos, quien debe esconder su parecer de que el Estatut es inconstitucional de la cruz a la raya, también aquí sabe a lo que me refiero.
Alfonso Guerra y Jordi Pujol no podían disimular su inquina hacia la separación de poderes. El primero dijo aquello de “Montesquieu está enterrado hace muchos años”. El segundo, en sus años de Gran Timonel de Cataluña, fue el mejor
ventrílocuo ibérico, el único que hacía pestañear al bizarro José Luis Moreno; inolvidable su maestría de hablar con ponderada voz de “moderado” que alternaba eruptando frases de este tipo: “si los políticos nos tenemos que someter a unas elecciones cada cuatro años, ¿por qué no los jueces?” Así habló Pujol sin que nadie en los periódicos sin periodismo de Cataluña se molestara en escribir una sola línea sobre el curioso modelo de Estado que ese Presidente de Cataluña tenía en su cabeza. Y no sólo el modelo de Estado: en su megaencéfalo tenía también como modelo de prensa el de Corea del Norte, como modelo de sistema de pensiones el de los países árabes (“deben ser los hijos quienes mantengan económicamente a los padres en su vejez” -dixit), etc. De aquel deseo de que el poder legislativo y el poder ejecutivo pudieran mover los hilos de todo vienen estos lodos, como, por ejemplo, el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el de los miembros del Tribunal Constitucional (TC): si uno se pone a contar, verá que el 90% de sus composiciones salen de la suma de las designaciones del legislativo y el ejecutivo (hagan el cálculo; no lleva ni tres minutos). Entre 1982-1996 y 1980-2003, a Alfonso Guerra y a Jordi Pujol, respectivamente, no se les escapaba una. El sevillano, sin ir más lejos, llegó a jactarse de que se enteraba cuando “se mueve un papel” en la sede del PP. ¿Se le iba a pasar por alto cubrir con más capas de tierra a Montesquieu?
Y la actualidad permite dotar de cierta estructura de ritornello a estas líneas. A los pocos días de que TV3 en su programa Ágora nos explicara que en Italia la mayoría berlusconiana cuestiona la legitimidad del Tribunal Constitucional italiano para pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes, Joan Saura, primero en unas declaraciones, ha puesto en entredicho que en España sea un tribunal, el Constitucional, quien deba establecer si las leyes se ajustan a la Constitución Española; después, en una conferencia, ha dicho que todos los miembros del TC deben dimitir por su “incapacidad” en el ejercicio de sus funciones y la demora en dictar la sentencia sobre el Estatut; además, afirmó, de porque se han producido muchas “interferencias”. ¿Quién ha pretendido interferir en mayor medida que el Cuatripartito cacareando permanentemente que el Tribunal Constitucional “ya no está legitimado” para determinar si el Estatut se ajusta o no a la Constitución? ¿Quién está legitimado entonces? ¿Alguien duda sobre cuál sería el resultado de un referendum sobre la pena de muerte? Memorable la frase de Carod, ¿recuerdan?: “el pueblo ha decidido y lo que el pueblo ha decidido ningún tribunal puede echarlo atrás.” ¡Dimitir los miembros del TC por incapacidad y demora en emitir la sentencia! ¿Ha dimitido Joan Saura, Consejero de Participación Ciudadana desde 2003, porque la participación electoral en Cataluña no ha dejado de descender desde que contamos con un Consejero dedicado a ello? Comparemos la “participación ciudadana” en Cataluña en las dos últimas convocatorias electorales de cada ámbito: Autonómicas 2003 (antes de Saura): 63,4%; Autonómicas 2006: 56,77%. Generales 2004: 75,96%; Generales 2008: 70,93%. Municipales 2003 (antes de Saura): 61,48%; Municipales 2007: 53,88%. Europeas 2004: 39,8%; Europeas 2009; 36,94%.
¿Ha dimitido Joan Saura, Consejero de Interior desde 2006, porque Barcelona no tiene la ratio de 4,5 policias por cada 1.000 habitantes que establece la Unión Europea y que el Parlamento de Cataluña en 2002 se comprometió a alcanzar? A Barcelona le faltan 2.000 agentes entre mossos y policía local para alcanzar tal cuota de seguridad ciudadana.
Pues éste es el que pide la dimisión de los miembros del Tribunal Constitucional por “incompetencia”.
Pero es el Presidente de la Generalitat, José Montilla, aunque simule en ocasiones desmarcarse, según toca, de los demás partidos del Pacto del Tinell, quien marca la estrategia de intimidación, coacción y amenazas al Tribunal Constitucional en particular y al Estado en general. Hace unos meses Montilla, en respuesta en El País a un artículo de Felipe González, amenazaba con las consecuencias que pudiera tener la sentencia del TC sobre el Estatut cuatripartito, consecuencias que el ciudadano cordobés uterino pero político nacionalista in vitro (del laboratorio pujol-maragallista) resumía en dos: la cacareada “desafección” de Cataluña hacia España (como si dicha “desafección” preocupara a alguien al Oeste del Ebro robándole el sueño o quitándole el apetito), y, por otra, la posible creación en Cataluña, escribía, de un partido como la lombarda Lega Nord. Montilla, que como ese amigo mío que cuanto más ignora sobre aquello de lo que habla con más énfasis y ardor perora, no debe saber que el partido liderado por Umberto Bossi, interesante para cualquier semiólogo por su fidelidad a la simbología y discursos nazis, ya existe en Cataluña: es la Casa Gran de CiU y ERC en la que allí donde los de Bossi dicen Roma nos expolia, éstos dicen Madrid; donde aquéllos dicen el Sur vive a nuestra costa, éstos repiten lo mismo. En esa Casa Gran no se sabe bien si PSC y IC-V son del todo tontos (dudo yo que den puntada sin hilo), pero ciertamente son bastante útiles.
Montilla continuó después con la estrategia intimidatoria haciendo unas declaraciones en las que afirmaba que el Estatut era “no sólo una ley orgánica, sino un pacto político”. Y añadió (aquí es inevitable pensar en la imagen del beodo que desde la barra del bar amenaza a cuantos están en el local): “los pactos políticos no los pueden tumbar los tribunales”, lo que viene a significar que los partidos políticos de una cámara legislativa o de un gobierno ejecutivo pueden pactar e instaurar mañana mismo el empalamiento por ley, decreto u orden sin que lo pueda “tumbar” el poder judicial en base a las leyes vigentes de superior jerarquía normativa si aquello fuera resultado de “un pacto político”. Es la manera en que los Montilla y Benach (personaje este último que estaría ganando “mil puñeteros euros” si estuviera barriendo en Reus y no estuviera en situación administrativa de servicios especiales con posibilidad de tunerase el “buga”) entienden que debe ejercerse el poder político y la administración pública. El primer ejercicio, el de la acción política, emana de la tradición que se remonta a la IIª República y tan buen resultado dió especialmente a Jordi Pujol: usar metonímicamente el nombre de Cataluña y recordar, cual el gorila que se golpea el pecho para recordar que él y no otro manda en el grupo, quién va a imponer el modelo de Estado para llevar a cabo el reaccionario ensueño de Prat de la Riba o Torres y Bages. El segundo ejercicio, deriva de su concepción de la Administración Publica; como muchos de ellos se criaron dando patadas a un balón nadie les pudo enseñar, por ejemplo, que es nulo de pleno derecho el acto administrativo contrario a las leyes; o el “que contenga imposibles”. Basta con que las tropelías administrativas no trasciendan y se tenga habilidad en la práctica del clientelismo y la compra de silencios. Lo decía en privado un letrado de los servicios jurídicos de la Generalitat desde 1980: “Si cualquier gobierno central hubiera querido, nos mandan un abogado del Estado a revisar decretos y órdenes y desmantela la Generalitat en cuatro días.” Y tal es el temor que el Cuatripartito no ha dejado de manifestar: ¿qué ocurrirá con las leyes y decretos emanados de un Estatut cuya constitucionalidad estaba pendiente de determinar por el órgano del Estado al que corresponde? No es difícil imaginar que intentarán movilizar al 35,78% de votantes del al Estatut maragallista (cifra tan vergonzante que el Cuatripartito y los medios de comunicación falderos convierten en “el 85% del Parlamento de Cataluña”) a los que sumarán a los fieles batasunizados (menores de 18 años en el 2006) con el fin de reclamar la soberanía de Cataluña.
Y en cuanto las filtraciones sobre los debates en el seno del TC se han publicado en la prensa, reaparece Montilla nuevamente coaccionador y amenazante (con Artur Mas, Joan Ridao y Joan Herrera de palmeros; el líder de CiU ha declarado que tiene que establecerse ya una estrategía para el día después de lo que llaman “una sentencia negativa”; entiendo que Artur Mas considera que hasta ahora Montilla no ha hecho más que imitar el gesto de Oliver Hardy de subirse las bocamangas como si fuera a emprender una acción que jamás lleva a cabo; Ridao ha manifestado que la “sentencia negativa” abre la vía a la soberanía de Cataluña y Herrera, esa mente preclara, aporta como solución que si el Estatut no encaja jurídicamente en el Estado lo que habrá que cambiar es la Constitución, que, suponemos, es lo que él acostumbra a hacer cuando un sobre no cabe en el buzón: coger una sierra eléctrica). En efecto, Montilla, presidente de un ejecutivo autonómico, ha calificado de “temeridad” la sentencia “negativa” de un tribunal que tiene como única competencia determinar si las leyes se ajustan a la Constitución. Uno tenía entendido que era precisamente al revés: que son los jueces o los tribunales quienes pueden calificar de temerario a un demandante si sus pretensiones, con manifiesta mala fe, no se ajustan a derecho. Y de mala fe obraron el Parlamento de Cataluña, el Congreso y el Senado porque, de entrada, la Constitución no contempla que los Estatutos de las Comunidades Autónomas se comporten como un niño ante un escaparate de juguetes: pidiéndolo todo (darle una patada en la espinilla a la madre y quitarle el monedero ya entraría en las disposiciones finales).
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En resumen, la llamada Transición española estará inacabada (perfectus significa en latín “acabado”) mientras no surjan generaciones de políticos que asuman la separación de poderes propuesta por Montesquieu como la mayor contribución de la teoría política a los estados que eligen la democracia como forma de gobierno. No hay mejor garantía que tal modelo para proteger a los ciudadanos de los políticos incubados en huevos de serpiente que pretenden reemplazar la separación de poderes por una especie de montessorismo político en el que los gobernantes puedan campar a su antojo por todos los poderes del Estado.

 

Antonio López

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