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Periodismo a pesar de todo

Ruth Toledano

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Libertarixs y agresivxs

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Durante 13 años, y hasta hace uno, tuve una columna de Opinión en El País, edición Madrid. Primero fue semanal, pero con Aznar en el poder me pasaron a quincenal: censuraron una en la que denunciaba la violencia policial a la que asistí en una manifestación multitudinaria contra la guerra de Irak, que acabó con casi 200 heridos. Denunciaba algo que ahora se ha demostrado: la descarada infiltración de provocadores por la propia policía en una protesta pacífica. La escribí con legítima indignación y me llamaron a un despacho en Miguel Yuste. El director adjunto que me recibió, Ángel Sánchez-Harguindey, me dijo que todas las columnas de mi sección pasarían a ser quincenales, algo que en realidad no sucedió porque, obviamente, mi cambio de periodicidad era una represalia personal. Pero sí aprovechó para decirme que yo era muy “agresiva”. Utilizó esa palabra. Durante todo el tiempo que duró nuestra conversación, supongo que no más de quince minutos, en su despacho estuvo encendida una televisión en la que se retransmitía una corrida de toros.

El pasado sábado por la tarde, en pleno puente de esa Almudena a la que la cardenal Botella llama Señora, la empresa que gestiona el diario El País comunicaba al fin a su Comité de Empresa los nombres de los 129 periodistas y trabajadores que se verán afectados por el ERE, es decir, que serán despedidos. Unas horas más tarde, El País publicaba una tribuna, titulada A nuestros lectores, donde daba su versión de los hechos. A horas propias de navegantes pudimos adelantarnos a leer, en versión digital, lo que saldría en papel a la mañana siguiente. La tribuna de los despidos de El País venía sin firmar, aunque un coro cada vez mayor de voces achacaba en las redes su autoría al presidente Cebrián. Ciertamente, hay en esa prosa un regusto de autoritarismo, un tono de dureza que se parece al desafecto de un jefe atrincherado. Digamos que si un texto tiene facciones, esa tribuna y Cebrián se parecen de cara.

En esa tribuna pasan muchas cosas que llaman la atención. Por ejemplo, se utiliza el verbo “implementar”, en vez de aplicar o ejecutar. Para alguien que, como yo misma, ha educado su prosa periodística en el Libro de Estilo de El País, es como si el verbo “implementar” viniera parpadeando en rojo, por así decir. Contra su abuso advierte hasta la Fundación del Español Urgente, patrocinada por la Agencia Efe y BBVA, y cuyo objetivo es el buen uso del español en los medios de comunicación. Dicha Fundación está asesorada por la RAE, a la que, por cierto, don Juan Luis Cebrián pertenece. La tribuna que parece suya viene a decir que, como la empresa no llegó a un acuerdo con el comité, implementará las medidas sin las mejoras ofrecidas durante la negociación. Algunos periodistas, no despedidos, se apresuraron a contar la verdad: los trabajadores y empleados habían rechazado cobrar su liquidación en pagarés. O sea, no se fiaban un pelo de la empresa, de llegar a cobrar algún día lo que les pertenece. Que no se fíen de ti, aunque estés acostumbrado, pone de muy mal humor. De ahí, se supone, el tono de la tribuna en cuestión.

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La burbuja sanitaria y el hospital malo

Ignacio González, presidente de la Comunidad de Madrid, dice que el Hospital de la Princesa de esta ciudad, un centro de referencia local y nacional en especialidades como la neurocirugía (su servicio, con 50 años, es el más antiguo de España) o la cirugía torácica, se convertirá en un hospital “superespecializado” para personas mayores de 75 años. La superespecialización a la que alude González es extraordinariamente curiosa, si tenemos en cuenta que no existe esa clase de hospitales y que, para más escarnio, el Hospital de la Princesa, puntero en muchas otras especialidades, ni siquiera dispone de la especialidad de Geriatría. Además, fue remodelado ampliamente, con dotaciones en servicios y tecnología cuya inversión, muy importante, se perdería. Y, como recuerda la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Madrid, esta Comunidad tiene una baja dotación de camas hospitalarias, por lo que no tiene ningún sentido un cambio que las reduciría de forma brutal: hoy atiende a 313.000 personas, de las que solo 39.400 son mayores de 75 años.

Cabe, pues, sospechar que lo que González llama superespecialización puede entenderse como superespeculación: la privatización de los hospitales madrileños supone una expectativa de negocio de casi 500 millones de euros. Un negocio que, mientras los madrileños no acabemos con esta enfermiza manía de ponernos malos, podremos calificar, dicho al modo González, de superespecializado. Lo perverso es que tal oportunidad de negocio (como ya la calificó hace cuatro años el anterior consejero de Sanidad, Juan José Güemes) llegue en el momento de mayor necesidad social, cuando se dispara el número de desempleados y el índice de pobreza en el Estado español aumenta de forma dramática. Es decir, cuando los servicios públicos son más necesarios que nunca. Por eso la inmensa mayoría de profesionales de la Princesa, desde médicos a celadores, ha dado en llamar a lo anunciado por González en la presentación de los Presupuestos para 2013 de la Comunidad por un nombre más acorde con las intenciones que se advierten detrás: desmantelamiento. Porque el caso de este hospital viene a sumarse a la destrucción por parte del Gobierno de Rajoy de nuestro sistema sanitario, basado en el derecho universal a la salud y cuya implantación ha sido un logro social del que este país debiera sentirse orgulloso. Sorprende lo lejos que están de ese legítimo orgullo los grandes patriotas del PP.

El nuevo modelo de Sanidad, que el Gobierno impuso con la aprobación del Real Decreto 16/2012, acarrea, como advierte la Coordinadora de Hospitales y Centros Sanitarios, consecuencias muy negativas: “acaba con la atención universal y excluye a diversos colectivos; acaba con la solidaridad, en la que paga más quien más tiene, para que pague más el que más enferme, que habitualmente es el que menos tiene; disminuye prestaciones sanitarias y hace pagar por otras, expulsando de la atención sanitaria a la ciudadanía más vulnerable, lo que provocará muertes; acaba con la seguridad de que nos atenderán cuando estemos enfermos, impulsando la mercantilización de la sanidad: si quieres seguridad, hazte un seguro; no garantiza el derecho a la salud de toda la ciudadanía, lo que es inhumano y xenófobo”.

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De Gandhi a Salgari: el género hipócrita

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El rey de España recibe la bienvenida del presidente indio y homenajea a Gandhi. / Efe

Las fotos que han llegado desde India son del género hipócrita o pantomima, al que tanta gloria están dando gobernantes y políticos, y del que Su Majestad podría ser Premio Nacional si no rechazara la distinción, como ha hecho esta semana Javier Marías con el de Narrativa. Consiste, como su propio nombre indica, en decir lo contrario de lo que se piensa, en mostrar actitudes contrarias a lo que se hace. Nada es lo que parece.

En lo que a políticos respecta, es un género para el que convendría encontrar un término específico, dada la distancia abismal entre lo que recogen sus programas y lo que de ellos se cumple, llegado el caso. El Partido Popular es un genio del género hipócrita. Por ejemplo, el presidente del Gobierno dijo en campaña electoral que, cuando lo fuera, descendería el paro. Sin comentarios. También había dicho que no subiría el IVA y es de lo primero que hizo al llegar al poder. Tampoco iba a recortar en sanidad ni en educación, ni los recortes iban a afectar a los pensionistas. No se iba a inyectar dinero a la banca ni se abarataría el despido. Para todas estas cosas los miembros del Gobierno utilizan términos suaves y engañosos, una clase de retórica que muchos califican de eufemismo y, muchos otros, de mentira pura y dura.

De India han llegado dos fotos de la gran pantomima. En una de ellas, Juan Carlos de Borbón se inclina sobre el mausoleo de Gandhi, en el que deposita una ofrenda floral con los colores de la bandera española. Es el lugar donde fue incinerado el líder espiritual tras su asesinato en 1948. Como marca la tradición india, el rey de España va descalzo y esparce pétalos de rosa sobre el agua y el mármol que componen el monumento. Tras él, aparecen algunos personajes de la comitiva española muy a tener en cuenta, entre ellos, ¡tate!, Pedro Morenés, actual ministro de Defensa por recomendación del Rey a Rajoy.

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Si otros no hubiesen sido tontos

“Debo crear un sistema o ser esclavo del de otro hombre”, dijo William Blake. Esta declaración de libertad, de creación, de responsabilidad sobre la existencia presidía la exposición de su obra que durante más de tres meses ha podido visitarse en el CaixaForum del Paseo del Prado. El jueves pasado, a pocos metros de sus grabados, acuarelas, dibujos y pinturas, a pocos metros de un Congreso donde todos los pasos parecen ya perdidos, estudiantes, maestros y padres de alumnos se manifestaban contra los recortes en Educación del Ministerio de Wert y a favor de la escuela pública. Unos días antes este ministro se había referido a los manifestantes como personas “antisistema”, acaso ignorando que, muy cerca, el gran artista inglés legitimaba esa posición desde la luz de sus palabras y las sombras de sus visiones. Más aún, la consideraba una exigencia. Blake rechazaba ser esclavo y fue por ello inconformista e incomprendido, un revolucionario.

El sistema contra el que se rebelan padres, alumnos y maestros, así como todo ciudadano que se precie, es este que, encabezado por un risueño Wert, recorta en 4.000 millones de euros la dotación para la enseñanza pública en 2012, mientras que las subvenciones para la escuela privada no universitaria se han incrementado. Un sistema que ha despedido a 50.000 profesores este año. El mismo sistema que ha reducido los programas de apoyo y refuerzo, que le ha metido la tijera a las becas para comedor y para libros de texto, pero que inyecta enormes cantidades para rescatar a la Banca o para financiar a la Iglesia católica. Un sistema que considera un lujo comprar material escolar y por tanto lo grava con un aumento del IVA. El mismo sistema que ha aumentado las tasas y ha endurecido los requisitos académicos. Un sistema cuya reforma eliminará el estudio del arte y la cultura clásicos. El mismo sistema que no se da cuenta de que el presupuesto en educación es la partida más importante para el desarrollo y el bienestar de una sociedad, y que en su ceguera ha conducido a España a situarse a la cola de la Educación entre los países de su entorno. Estar en contra es la única postura decente frente a semejante sistema.

Lo raro es que un ministro de Educación no se muestre seriamente preocupado con tal situación, que no tenga la honestidad de reconocer las dificultades y de luchar por hacer bien su trabajo, que sería dejarse la piel en proporcionar lo mejor a los alumnos, pelearle lo máximo al Gobierno, no limitarse a cometer la inmoralidad de ser su mercenario. Es de tal trascendencia la atención al sistema de la educación pública, de la escuela no elitista de un país, que un ministro con esa cartera debería vivir obsesionado con encontrar soluciones. Parece una verdad de Perogrullo que esa sería su obligación. Pero, lejos de ello, el risueño Wert insulta a las asociaciones de padres, desprecia a los alumnos, ningunea a los profesores, atenta contra el futuro de todos. Es una actitud que nos resulta extraordinariamente rara, propia de un tío radical, por hablar en su estilo; una actitud que produce indignación y conduce a la defensa.

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Con Hispanidad y alevosía

Los dos partidos mayoritarios del Estado español representan la pantomima de ser oponentes, adversarios, rivales. Simulan ser contrarios en eso que se llama, triste y certeramente, el juego político. Indigna que los políticos se tomen la política como un juego, pues lo que se traen entre manos, mientras se divierten, es el destino de los ciudadanos: indignaría que los médicos, los abogados, los maestros se tomaran su trabajo como tal. Pero los políticos se permiten interpretar esa farsa y la mecánica del juego llega a ser, en el caso de los dos partidos mayoritarios, su naturaleza misma, la que les permite su permanencia sobre el tablero. Es una naturaleza cuya principal razón de ser es la de estar. Así que, sin el otro, no son.

Como los dos platillos de una misma balanza, se conforman con ir subiendo y bajando apenas, lo suficiente para no perder el eje, para no abandonar el poder, que entonces no consiste tanto en ejercer la responsabilidad política, bien sea de gobierno o de oposición, sino simple y llanamente en estar, en no dejar de estar. Se atacan, se desprecian, se insultan mientras conviene a la escena de ambos. Se diría que su pasión ideológica es tan firme que hasta justifica esos modos. Pero no, no se trata del enardecimiento que puede provocar la frustración de algo que quieres para el bien común: es papel, libreto, guión. Y queda a la vista cuando se trata de defender, no el bien, sino el pastel común. El de ellos dos.

Lo demostró la reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, impulsada por el PSOE en el poder con el apoyo del PP en la oposición. Uno de esos pactos suyos. Las elecciones generales estaban cerca y, mientras el Movimiento 15M clamaba por una reforma que incluyera listas abiertas, circunscripciones únicas y un número de escaños proporcional al de los votos, esos dos grandes jugadores impusieron una modificación del artículo 169 que consolida el bipartidismo y obstaculiza la pluralidad: "Los partidos, federaciones o coaliciones que no hubieran obtenido representación en ninguna de las Cámaras en la anterior convocatoria de elecciones necesitarán la firma, al menos, del 0,1% de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección".

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El periodismo como pilar

Periodistas con casco. / R.T.

Muchos periodistas y fotógrafos de prensa llevaban puesto un casco. La cámara al cuello, la grabadora en la mano, una libreta sobresaliendo del bolsillo, la acreditación prendida al pecho. Y en la cabeza un casco protector. No estábamos en una zona de conflicto bélico, ni en las inmediaciones de una catástrofe natural. Estábamos en la plaza de Neptuno, en pleno centro de Madrid. Era 26 de septiembre y los profesionales de la información estaban cubriendo una concentración ciudadana pacífica en las inmediaciones del Congreso de los Diputados. ¿Por qué temían entonces por su integridad física? Porque el día anterior, durante la convocatoria del 25S, la carga policial había sido indiscriminada y bestial, y algunos de ellos resultaron heridos. Y porque aquella misma noche, la del 25S, cumpliendo con su trabajo, habían corrido varios peligros relacionados con la actuación policial. Como demuestran vídeos grabados en la estación de Atocha, miembros de la UIP, más conocidos como antidisturbios (sucesores de los famosos grises, esbirros del franquismo), intimidaron a los periodistas, los amenazaron, los retuvieron, los identificaron, les sometieron a un trato despectivo y humillante. Violentos, chulos y provocadores, llegaron a romper una cámara. Los días siguientes, principalmente el 26 y el 29S, la labor periodística fue sistemáticamente obstaculizada. Los periodistas, intimidados de nuevo. Muchos de ellos hacían su trabajo con los mencionados cascos protectores. Qué tristeza e indignación producía semejante imagen. Había medios internacionales dando fe de la situación. Qué vergüenza.

Pero todo ello no parecía bastante a las autoridades de este Gobierno y a las fuerzas de represión, y el jueves pasado sucedió algo que no sucedía en este país desde tiempos que preferiríamos no recordar: varios periodistas que cubrían en las inmediaciones de la Audiencia Nacional la decisión del juez Pedraz de archivar la causa contra el 25S no solo fueron obligados por la policía a identificarse sino que fueron filiados, es decir, sus datos personales fueron apuntados en una lista. ¿Pero esto qué es? ¿Qué clase de democracia es esa en la que se reprime el ejercicio del periodismo? ¿Qué pretenden el Ministerio del Interior, la Delegada del Gobierno y la policía atacando así a los periodistas? ¿No tenían bastante con haber tratado de criminalizar a ciudadanos que han ejercido su legítimo derecho de protesta, concentración y manifestación? ¿Son tan obtusos que no se dan cuenta de que tratar de criminalizar también a los periodistas les coloca en el lamentable pelotón de los países donde no se respetan los derechos básicos? ¿Pero no hay nadie en el partido en el poder con un gramo de cerebro para darse cuenta de que esta clase de cosas solo se hacen en eso que tanto les gusta a ellos llamar república bananera; nadie que alerte de que esa deriva al autoritarismo deja su imagen democrática a la altura del betún de la bota de un antidisturbios? ¿Estamos hablando, pues, de un Estado donde no se garantiza la libertad de información, donde ese derecho puede vulnerarse impunemente? “Una prensa libre puede ser buena o mala”, dijo Camus, “pero sin libertad la prensa nunca será otra cosa que mala”. Claro que quizás Albert Camus no sea un referente válido para la gente del PP. ¿Qué tal, en ese caso, lo que nos recordaba Voltaire?: “Si hubiera habido censura de prensa en Roma no tendríamos hoy ni a Horacio ni a Juvenal, ni los escritos filosóficos de Ciceron”. No, claro, para esa gente tampoco es válido Voltaire.

Siempre he pensado que quien no haya querido ser periodista alguna vez es que no tiene sangre en las venas, conciencia, curiosidad, pasión. Esto puede resultar caprichoso o exagerado, pero lo que sí es innegable es que el periodismo, ejercido honestamente, es imprescindible para la vida en comunidad. No son buenos tiempos para el oficio: la crisis de la prensa en papel, el ingente flujo de información virtual, la nueva figura del comunicador anónimo que favorecen las redes sociales y hasta las piedras que sobre el propio tejado de la profesión lanza un magnate del sector como Juan Luis Cebrián: “No podemos seguir viviendo tan bien”, espeta a los trabajadores de El País tras el anuncio del ERE que se formalizará estos días y que dejará a un importante número de periodistas en la calle. Lo de que no se puede vivir tan bien lo dice uno que gana unos cuantos millones de euros al año. En fin, no digo lo que se me viene a la boca para no parecerme a Hermann Tertsch. Pero si a todo ello se añade la intimidación, la censura, la persecución, la deriva represora de este Gobierno contra los periodistas, no solo estará en juego una profesión sino, con ello, un pilar de la democracia.

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Blancanieves, roja sangre, España negra

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El lunes 1 de octubre se proyecta en el Teatro de la Zarzuela de Madrid la película Blancanieves, de Pablo Berger, escogida por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas para representar a España en la 85ª edición de los Oscar de Hollywood. Película muda, el pase de presentación se acompañará por la música en directo compuesta para la cinta por Alfonso de Vilallonga.

Lo que además se oirá, a las 21:15 y ante las puertas del teatro, son las voces convocadas por la plataforma La Tortura No Es Cultura (LTNEC), en protesta por el maltrato y muerte de varios toros durante el rodaje de la película (pongan todos los supuestos que haya que poner). De Blancanieves se destaca eso que se llama la factura estética. Sin embargo, lo que interesa resaltar no está relacionado con lo que muestra la pantalla sino con lo que oculta, no con lo que puede verse sino con lo que no se ve. Resulta irrelevante y frívolo considerar si la película está bien o mal rodada, si el vestuario es o no llamativo, si la fotografía es o no elegante.

Lo relevante no tiene que ver con su estética, sino con algo que teñiría de rojo la pantalla si la cinta no lo sublimara con sus blancos y negros: el maltrato hasta la muerte que supone la lidia. Lo relevante es la ética. Lo que importa, unos hechos que han sido denunciados en la Dirección General de Medio Ambiente de la CAM y, ante su silencio administrativo, en los Juzgados de lo Contencioso Administrativo de Madrid.

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Cataluña, galgos y quimeras

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En la segunda carta a los españoles que la web de la Casa del Rey ha publicado en nombre de Juan Carlos de Borbón, se asegura que no son tiempos de quimeras. La carta se ha interpretado como un sorprendente salto al ruedo político del jefe del Estado y se ha dado por hecho que estaba referida al debate sobre la independencia de Cataluña, aunque en ella no aparezcan ni la palabra independencia ni la palabra Cataluña. Quimeras, sí. Esa palabra figura y ha dado mucho que hablar. Una quimera es una propuesta inalcanzable, fantasiosa, una calentura de la imaginación. Se entiende, pues, que, para el monarca, la pretensión de independencia lo es.

A mí, sin embargo, el anhelo catalán me recuerda una vieja frase de Juan José Millás: “Cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido”. No sabría decir si pertenece a un relato, a una entrevista o si se la oí decir en el transcurso de una conversación, pero siempre me ha parecido que, por debajo de su categorismo, encierra una verdad tan incontestable como inquietante: adelanta lo que aún no se ha materializado pero es ya un hecho en su posibilidad, si pudiera decirse así. “Me voy a ir”, dice alguien, por ejemplo, a su pareja, y, aunque no llegue a poner en práctica esa advertencia, aunque se quede al lado de quien la recibe (como una alarma, como una amenaza, como una afrenta), por un momento se ha ido, se ha largado, ha volado, ha estado lejos de esa realidad de dos. Siguiendo la lógica millasiana, cuando Cataluña dice que se va, que quiere irse, significa que ya se ha ido, que se ha largado, que ha estado lejos del territorio común. Por más que la lógica borbónica tache de quimérico ese viaje.

Cuando yo era adolescente, en la Transición, casi todo lo admirable venía de Cataluña. Venían las escritoras y los libros que queríamos leer: Mercé Rodoreda y La plaza del Diamant, Monteserrat Roig y La hora violeta, Esther Tusquets y El mismo mar de todos los veranos, Ana María Moix y Julia. Venían noticias de editores míticos, como Carlos Barral, de míticos escritores que se afincaban o se publicaban allí, como los del boom latinoamericano, de míticas antologías poéticas, como la de Los nueve novísimos. Venía Joan Brossa, con quien aprendimos a leer la poesía con otros ojos, a mirar los objetos como se lee un poema. De Cataluña venía Lluis Llach, con quien hicimos el primer Viatge a Ítaca y tañimos Campanadas a morts. Cantábamos a Machado y a Miguel Hernández porque desde Cataluña les había puesto música Serrat. Debo decir que llegué a leer el catalán como nunca he llegado a leer el inglés (no eran aún los tiempos, claro, del bilingüismo madrileño de la prima de Gil de Biedma). Yo quería ser catalana porque de Cataluña venía todo lo deseable: desde la contestación más valiente a la izquierda más divina, por burguesa que fuera.

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¿¡HOLA!?

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La princesa Letizia y sus hijas en el reportaje realizado por la Casa Real.

A la Casa Real se le ve el plumero. Se le ve tanto, y es de tal calibre la porquería que pretende limpiar, que esta expresión, que en tiempos de corrección política muchos evitarían, ahora suena casi ñoña, casi tanto como el temita de fondo con el que Televisión Española acompañó el publirreportaje para celebrar el 40 cumpleaños de Letizia Ortiz Rocasolano. Una mezcla sonrojante de balada empalagosa y banda sonora Disney.

En un esfuerzo patético por salvar los muebles de palacio, la Casa Real tira de Letizia. La marca blanca, llaman a la pareja algunos tertulianos, sumándose al carro de tirar de la carroza. Pero no, la marca está bastante enmarronada y lo natural sería que acabara fundiendo en negro. Total, me apostaría algo en Eurovegas a que todos tienen un plan B.

Por el momento, en los estertores de su plan A, con la connivencia de ciertos medios de comunicación privados y la instrumentalización de los públicos, la familia Borbón trata de mantener el tipo haciendo lo que suele hacer esta clase de familias: simular y disimular. Así, en el publirreportaje de La 1, por ejemplo, resaltan que la agenda de trabajo de Letizia rebosa de asuntos relacionados con Sanidad y Educación, justo el día en cientos de miles de personas claman en las calles de Madrid por los brutales recortes de esos derechos, por el desmantelamiento del Estado del Bienestar. Lo del plumero, es evidente, se queda corto.

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El linchamiento

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Fragmento de la portada de El Día de Valladolid del 12 de septiembre.

Más allá de una mera cuestión de compasión, el debate que suscita el Toro de la Vega no puede consistir en si el linchamiento de un animal es regular o irregular, acorde o no a las normas. El debate ha de centrarse en cuál es la ética que debe inspirar nuestra convivencia, los valores a los que debe aspirarse; en dónde ponemos, como sociedad, los límites de nuestra comunidad moral. No podemos considerar que haya normas que regulen el linchamiento de un ser aterrorizado, perseguido, hostigado, insultado, golpeado, cegado, herido. No podemos considerar que todo eso es aceptable o reprobable solo si se comete un metro de polvo más allá o un metro de polvo más acá. Ese linchamiento es la burda, bestial manifestación de un poder al que no podemos permitirnos sometimiento.

A Sergio Sacristán, alias El Pulgui, se le ha reconocido el mérito, no solo de formar parte de la horda que el otro día en Tordesillas torturó con crueldad y hasta la muerte a un animal llamado Volante, sino de haber sido la mano que le asestó una lanzada terrible, profunda, espeluznante, mortal. Se lo ha reconocido el Patronato del Toro de la Vega, aunque, por un metro de polvo más allá, la faena no quedó clara y El Pulgui no pudo salir al balcón del Ayuntamiento a arengar a sus vecinos, rabo de Volante en ristre (ya que no se enarbolan los testículos de la víctima desde 1997, qué detallazo). Así pues, el tal Pulgui ha tenido que acatar las normas y conformarse con una especie de mención de honor otorgada por el susodicho patronato, cuya web encabeza esta frase en latín de Vulgata: “Terribilis est locus iste. Vera est aula dei et porta inferni (Terrible lugar es este; ciertamente, es la escuela de Dios y la puerta de los Infiernos)”. Y que lo digáis, tordesillanos.

Tales normas, es decir, tales conductas, son acatadas y fomentadas por el Ayuntamiento de Tordesillas, que está regido por el PSOE. Su alcalde se llama José Antonio González Poncela. Hay siglas, nombres y caras que es mejor recordar.

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