divendres, 10 de desembre de 2021

Papeleras

La foto es de F.S. Toscano y está obtenida de https://www.flickr.com/photos/esetoscano/

Notas para el espacio El rincón y la esquina del Hoy por hoy de la Cadena SER del 3 de mayo de 2021

Papeleras
Manuel Delgado

Las papeleras son uno de los personajes centrales del paisaje urbano. Están ahí para recoger lo que tiramos, con frecuencia para demostrar nuestras habilidades baloncestistas. Parientes menores de los contenedores, son los depósitos de los residuos urbanos.

Pero mientras los contenedores son receptáculos de los residuos domésticos las papeleras lo son de la vida urbana en sí, es decir de la vida social de las aceras, de gente que va y viene y se desprende de lo que le sobra. Hay gente que mira en las papeleras esperando encontrar un tesoro o algo de lo que se ha despojado y no debiera haberlo hecho. Algo que ha tirado sin querer o sin deber.

Lo interesante es ver como la ubicación de las papeleras da una idea de cuál es la idea de las autoridades de lo que debe ser el espacio público. Así, por ejemplo, no se contempla que alguien se siente en un banco que no sea para descansar un momento. No se contempla que alguien se pueda sentar, pongamos por caso, para almorzar. Si llevas un bocadillo y una lata de cualquier cosa -de cerveza no porque está prohibido beber cerveza al aire libre si no lo haces en la terraza de un bar-, el problema es que te tienes que levantar a dejar el papel de envolver o la lata en una papelera, porque nunca hay papeleras cerca de donde uno se sienta. Y lo mismo si te sientas con alguien para fumar un cigarro o comer pipas.

Las papeleras siempre están al lado de los pasos de peatones, al pie de los semáforos, dando a entender que la calle es entendida como lugar de paso, nunca de sociabilidad. Se supone que un viandante es siempre un viandante y que solo se detiene al borde de la calzada hasta que los coches le dejen reanudar la marcha.

Por otra parte, toda papelera es un yacimiento arqueológico del presente. Si los nichos arqueológicos suelen ser informarnos de la vida humana hace miles de años, la papelera lo es de los últimos diez minutos. Son un testimonio de que es lo que la gente hacía hace un momento. Envoltorios de todo tipo, papeles, tickets de parking, entradas de cine, tarjetas de metro, latas... todo ello testimonio de un pasado inminente.

Si dentro de tres mil años un arqueólogo encontrará en su excavación una papelera cualquier de cualquier calle, el descubrimiento aparecería en la prensa como el hallazgo del siglo.



Quedar

                                                                Cafetería Zurich, Barcelona.



Notas para el espacio El rincón y la esquina del "Hoy por hoy" de la Cadena SER, miércoles, 23 de abril de 2021.

Quedar
Manuel Delgado

Todas las ciudades tienen lugares especiales donde la gente "queda". Esos puntos tienen una virtud de centralidad total. Son como las plazas y las avenidas donde la gente se concentra en las fiestas y las manifestaciones, pero de un valor más personal. Son los puntos "donde la gente suele quedar" y, en casos particulares, para grupos de conocidos, "donde quedamos siempre".

Sería fácil establecer porque estos sitios -en Barcelona, delante del Zurich, Canaletes, la esquina del Corte Inglés- son recurrentes.Pero, que justifica su elección. Por qué otros lugares no tienen ese valor? Por qué se usan y se ignorar otros?

Volvemos al tema de los mapas morales de una ciudad, aquellos en los que colocamos un banderita si fueran un mapa turístico. Esos mapas de puntos de relieve tienen que ver con el alma colectiva de las ciudades, que está hecho de lo que el lenguaje taurino llama querencias, lugares a los que siempre se regresa o por los que pasa.

Son lugares rituales. En el sentido que se emplea el término ritual en antropología, lugares que son obligatorios y se repiten en relación con ciertas circunstancias.

En paralelo tenemos ahí otro tema que es el de la gente que espera. Que espectáculo el de la gente que ha quedado. Como se nota que espera. Su manera de mirar a su alrededor, de mirar el reloj, de poner cara de impaciencia, la cara de "este se ha olvidado" o "a ver si me he congfundido de sitio o de hora?

Qué es estar de plantón? Que implica quedar plantado?


dijous, 9 de desembre de 2021

El dubte de Salomé i el seu càstic i redenció al Protoevangeli de Jaume

Salomé ajudant a Maria a banyar el Nen a un dels frescos de Göremme, a la Capadocia.

Comentari per el company Oriol Pascual, del Grup de Recerca en Místiques i Heterodòxies Religioses, a propòsit del dubte de Salomé a propòsit de la virginitat de Maria. Enviada el 8 de desembre de 2021, dia de la Immaculada Concepció.

El dubte de Salomé i el seu càstic i redenció al Protoevangeli de Jaume
Manuel Delgado

La del Protoevangeli de Jaume és, en efecte, una dels dones que, segons Marc, presencien la Crucifixió i una de les tres que visiten el sepulcre de Crist i reben la notícia de la seva resurrecció. Apareix en Mateu, però com la dona de Zebedeo. Com Maria Salomé també podria ser una de les Tres Maries que acompanyen el Senyor en la seva predicació. Apareix a diferents apòcrifs -el de Tomàs, el secret de Marc, l'Egipci, el de Bartomeu i, en efecte, el de Jaume, cosa lògica perquè és la seva mare i com a tal se la venera a la catedral de Santiago.

Aquest passatge és ben interessant perquè és dels que justifica l'arreconament d'alguns dels apòcrifs com sospitosos de està contaminats d'errors atribuïts a sectes gnòstico-maniquees. En aquest cas, planeja la docètica sobre la condició merament ideal de l'embaràs de Maria, és a dir del seu paper com a via per l'encarnació de Crist, però sense part real. O inclús ebionita, aquell corrent judeo-cristià que negava la condició divina de Crist i el relegava a profeta.

A l'edició castellana de la Biblioteca de Autores Cristianos, la versió que hi ha del 19.3: «Y al salir la partera de la gruta vino a su encuentro Salomé y ella exclamó: «Salomé, Salomé, tengo que contarte una maravilla nunca vista y en que una Virgen ha dado a luz, cosa que como sabes no sufre naturaleza humana”. Pero Salomé repuso: “Por Vida del Señor mi Dios que no creeré tal cosa sino me es dado introducir mi dedo y examinar su naturaleza».

El que no dius és com segueix al versícle següent, el 20: «Y habiendo entrado la partera le dijo a María: “Disponte porque hay entre nosotras una gran altercado con relación a ti”. Salomé pues introdujo su dedo en la naturaleza más de repente lanzó un grito diciendo: “Ay de mí, mi maldad y mi incredulidad tienen la culpa. Por tentar al Dios vivo se desprende de mi cuerpo mi mano carbonizada”». La cosa s'arregla perquè al versicle 21, veient el seu penediment, Déu li envia un àngel perquè li retorni la mà i la curi.

El que et recomano és que miris la conversa entre Crist i Salomé al Evangeli dels Egipcis, segons la reconstrucció de Clement Alexandrí, quan diu: «Le dijo el señor a Salomé que preguntaba: «Durante cuánto tiempo estará en vigor la muerte?". "Mientras vosotras las mujeres sigáis engendrando"». I afegeix més endavant: «He venido a destruir las obras de la mujer, esto es de la concupiscencia las obras de ella, esto es la generación y la corrupción».



diumenge, 5 de desembre de 2021

Centro urbano y centralidad ritual

La foto es de Jenxi Seow y está tomada de iamseow.com

En José María García-Pablos, ed. Nombrar lo urbano, Escuela de Arquitectura, Ingeniera y Diseño, Universidad Europea, Madrid, 2016, pp. 84-85.

CENTRO URBANO Y CENTRALIDAD RITUAL
Manuel Delgado

Todo conjunto espacial maqueta un cierto orden social, ya sea deseado por una minoría social con control sobre la producción de significados, ya sea proyectado por sectores sociales subalternos que también se reconocen en un determinado paisaje urbano. Esa plusvalía simbólica atribuida a un parte de la trama urbana resulta de reconocer en ella conglomerados congruentes de símbolos en condiciones de provocar en los individuos algún tipo de reacción emocional y, en consecuencia, determinados impulsos para la acción, a la manera de una especie de reflejo condicionado culturalmente pautado. Tenemos entonces, siguiendo a Victor Turner, que la función que cumplen los espacios rituales —y un centro histórico lo es o quisiera serlo— es a la vez posicional –relativa a cuál es el lugar estructural de cada cual en relación con los demás–, conductual –cuál es el comportamiento adecuado para cada eventualidad– y emocional, es decir relativo a los sentimientos que cabe albergar ante cada avatar de la vida social, saturados como están de unas cualidades afectivas que impregnan de sentimientos gran cantidad de conductas y situaciones.

En ese contexto teórico, en un centro urbano podemos reconocer la polarización de sentido propia de los símbolos rituales. Tenemos ahí un polo sensorial, en el que el contenido está directamente asociado con la forma externa del símbolo, e nuestro caso una determinada morfología, una escenografía hecha de piedras, vías, mobiliario, actividad, ambiente... En él se acumulan elementos que suscitan recuerdos, deseos y sentimientos. Al mismo tiempo, en ese mismo espacio se conduce a la manera de un polo ideológico, que remite enérgicamente a una ordenación de normas y valores que guían la acción y la conceptualización social. De esta manera, un centro urbano yuxtapone lo que es físico —los elementos materiales que configuran el entorno y el microclima social que cobijan— con lo que es estructuralmente axiomático. Materializan lo social, al tiempo que socializan lo material. Siempre siguiendo a Turner, ponen en contacto principios éticos abstractos y estímulos sensitivos que son al mismo tiempo emocionales: las normas y valores se cargan de emoción, y las emociones se dignifican, ya sea para institucionalizarse al servicio del orden social establecido, ya sea en orden a impugnarlo o revocarlo. 

De ahí, a su vez, la naturaleza, por así decirlo, pedagógica del centro urbano. En tanto reúne las cualidades de condensador simbólico, cumple una función en tanto que instrumento educativo, que imparte información acerca de las emociones de que está hecha la sociedad, es decir de aquellos que permiten mantener unidos a sus miembros o a un sector de estos. Es esa presunción teórica la que permite a Clifford Geertz evocar a Flaubert para hablar del simbolismo ritual como un elemento clave para la educación sentimental de los miembros de una sociedad, una apreciación del todo aplicable a la capacidad concomitante y evocadora que es capaz de suscitar un centro urbano para quienes lo habitan o recorren.

Esa condición múltiple como quintaesencia de la vida social, condensadores simbólicos y espacios con valor ritual es la que convierte a los centros urbanos en la arena ideal que los segmentos con contenciosos activos –de los minoritarios o marginales hasta los que consiguen congregar grandes muchedumbres– ocupan con tal de llamar la atención no sólo de los gobiernos que tienen allí su domicilio, sino del conjunto de la ciudadanía y de los medios de comunicación. Las luchas colectivas –del tipo que sea– encuentran en el centro urbano el marco idóneo en que amplificar sus contenidos vindicativos, hacer palpables conflictos cuya presencia irrumpe e interrumpe la vida ordinaria de las ciudades. Cada una de esas ocasiones demuestra cuán ficticia es la regularidad que se supone rigiendo la actividad de una ciudad, alterada por constantes espasmos de los que las fiestas ya eran anuncio y previsión. No hay metrópolis que no ofrezca un ejemplo de esa funcionalidad del centro urbano como escenario para que la sociedad se ofrezca los mejores espectáculos de sí misma, aquellos que la fiesta y su pariente mayor, la revuelta, le deparan.


dimarts, 30 de novembre de 2021

Algunas notas sobre el origen del amor


Consideraciones para Enric Rubiella, estudiante del Grau d'Antropologia Social de la UB, enviadas en marzo de 2015.

ALGUNAS NOTAS SOBRE EL ORIGEN DEL AMOR
Manuel Delgado

La historia del amor romántico ha sido levantada por diversos autores y, como sabes, suele situar sus raíces en la lirica trovadoresca, seguramente una popularización de cierta interpretaciones neognósticas —básicamente albigenses— del amor platónico y del ágape cristiano. Tienes, por ejemplo, Denis de Rougemont en El amor en Occidente (Kairós). Pero está claro que el uso y función que tiene en la actualidad no puede separarse de cambios sociales y culturales asociados a las relaciones entre hombres y mujeres, y, en particular, el tipo de negociaciones que hombres y mujeres establecen en torno o a partir de su propia sexualidad y los nuevos códigos que iban a regir desde entonces los conflictos de género, así como los parámetros destinados a servir para ordenar ese inédito dominio en que se constituía la experiencia interior.

Esos grandes cambios son los que, generalizándose a lo largo del siglo XIX, alcanzan en sus efectos hasta nuestros días y conforman la ideología amorosa actual. Esa reorientación generalizada de las relaciones entre los sexos ha sido situada por algunos autores -como Sombart, por ejemplo W.Sombart, Lujo y capitalismo, (Alianza). - como requisito básico para el conocimiento de la génesis del capitalismo, e implicó la aparición de comportamientos y animosidades inéditas. Se trata de la generación de una nueva gramática relacional entre los sexos, como describe  Le Roy Ladurie, L’Argen, l’amour et la mort en Pays d’Oc (Seuil). Me estoy refiriendo a la desaparición del matrimonio convenido y a su sustitución por la boda fundada en la libre elección propiciada por el amor -un valor hasta entonces considerado ajeno o incluso contrario a la institución marital-, consecuencia de cambios estructurales profundos en el papel de las familias en la sociedad. Nada que añadir aquí a lo resumido por F. Lebrun y A. Burguière en “La Europa de la primera modernidad”, en A. Burguière et al. dirs., Historia de la familia, (Alianza). Es un resumen de esa nueva situación.

De todo ello derivarían factores como la creciente psicologización y personalización de esas relaciones; las ideas sobre la “utilidad” de las pasiones como materia prima de los intercambios entre los sexos y la conceptualización de los impulsos eróticos como resorte fundamental de la semántica amatoria; las nociones relativas al instinto sexual como una fuerza necesitada de control y consenso; la urgencia por acabar con aquel “temperamento oscilante” -empleando la expresión que acuñó Huizinga en su El otoño de la Edad Media (Alianza)- de las personas que había caracterizado los periodos históricos anteriores, y frente a la que se levanta la exigencia de mayor firmeza en los sentimientos; a la oposición entre naturaleza y civilidad, en la que el sacrificio de la primera pasa a ser condición para el triunfo de la segunda; la estatuación del matrimonio como el lugar donde liberar el empuje de la voluptuosidad y del amor como una cosa esencialmente de dos, con respecto a la que se finge socialmente el respeto a la privacidad; a la noción de relación amorosa como un ámbito en el que los jóvenes se enfrentan para poner a prueba la verdad de sus sentimientos; la preocupación por la procesualidad y la secuencialización de la dialéctica amorosa, como parte de una atención nueva por la temporalidad y, en especial, por la cuestión del aplazamiento sexual como estrategia amorosa que prepara para el matrimonio; la priorización de la idea de exclusividad que exige para cada relación amorosa un nuevo comienzo...

El amor, así pues, aparecería como precipitado sentimental del que su papel desde el siglo XIX no puede desentenderse de la necesidad de administrar los instintos pasionales y racionalizar tanto los dispositivos de atracción sexual como el conjunto de negociaciones simbólicas que se desencadenan a partir del enamoramiento y que acaban conduciendo a la conformación de hogares.  

Mi obra favorita para entender esos cambios es el libro de Richard Sennett, Identidad personal y vida urbana (Kairos). Sobre el amor como discurso, sin duda, Ronald Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso (Siglo XXI). Importante también Niklas Luhmann, El amor como pasión, (Península). Y, por último, una buen resumen de todo esto lo tienes en Xavier Roigé, ed., Sexualitat, història i antropologia (Universitat de Lleida).




diumenge, 28 de novembre de 2021

¿Cómo se llega a ser "inmigrante"?



Comentario para los/las estudiantes del Grau d'Antropología Social de la Universitat de Barcelona, a raíz de una pregunta de uno de ellos. En mayo de 2016.


¿CÓMO SE LLEGA A SER INMIGRANTE?
Manuel Delgado

Vamos a ver. Esto fue lo que intenté explicar en clase. Aquel al que llamamos y que suele reconocerse como “inmigrante”  y que, por tanto, hacemos resaltar sobre un plano homogéneo formado por presuntos "no-inmigrates" o "autóctonos"  no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, lo que no desmiente, antes al contrario, sino que intensifica su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que le es aplicado desde fuera, a la manera de un estigma y un principio denegatorio. El inmigrante es aquél que, como todos, ha recalado en algún sitio luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que es obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, contra toda lógica, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera generación". La pregunta por tanto no es qué es un inmigrante, sino cuándo se deja de serlo.

Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica no a los inmigrantes reales  lo que complicaría a la casi totalidad de la población, puesto que todos llegamos de algún sitio alguna vez; nosotros o nuestros ascendientes casi siempre inmediatos , sino sólo a algunos. A la hora de establecer con claridad qué es lo que debe entenderse que es un "inmigrante", lo primero que se aprecia es que tal atributo no se aplica a todo aquél que vino en un momento dado de fuera. Ni siquiera a todos aquellos que acaban de llegar. En el imaginario social en vigor "inmigrante" es un atributo que se aplica a individuos percibidos como investidos de determinadas características negativas. 

El inmigrante, en efecto, ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro sitio", "de fuera", y, más en particular, de algún modo intruso, puesto que se entiende que su presencia no responde a invitación alguna. El inmigrante debe ser, por supuesto, pobre. No hay inmigrantes ricos; ni siquiera inmigrantes de clase media. El calificativo inmigrante no se aplica en Europa casi ningún caso a empleados cualificados procedentes de países ricos, tanto si son de la propia CEE como si proceden de Norteamérica o de Japón. Inmigrante lo es únicamente aquél el destino es ocupar los peores lugares del sistema social que lo acoge. Además de ser inferior por el sitio que ocupa en el sistema de estratificación social, lo es también en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada  el campo, las regiones pobres del propio Estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo... . Es por tanto un atrasado en lo civilizatorio. De ahí la diferencia entre “residente extranjero” y miembro de una “minoría étnica”. Los holandeses o alemanes de Mallorca no son “inmigrantes”. Por último, es numéricamente excesivo, por lo que su percepción es la de alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse.

Todo lo expuesto nos permitiría contemplar la noción de "inmigrante" como útil no para designar una determinada situación objetiva  la de aquél que ha llegado de otro sitio , sino más bien para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones al mismo tiempo de oposición y de complementariedad: de un lado el llamado "inmigrante", del otro el autodenominado "autóctono", que no sería otra cosa en realidad que un inmigrante más veterano. Esta dualización de la sociedad  que es la que funda la distinción ya señalada entre grupos o personas out versus grupos o personas in- no se conforma con marcar a una minoría muy pequeña a la que sobreexplotar y hacer culpable de los males sociales. En muchos lugares (Catalunya, por ejemplo) la raya que divide puede estar situada muy cerca de la mitad misma de la población, de manera que los espacios taxonómicos que separan a los "inmigrantes" de los "autóctonos" pueden cortar la sociedad en dos grandes grupos casi equivalentes, de los cuáles el de los primeros será siempre el situado más abajo. A su vez, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad podría ser segmentados a su vez a partir de su orden de llegada, por ejemplo, lo que hace que con frecuencia “inmigrante” es lo que le llame un inmigrante u otro inmigrante que ha llegado después de él. 

Esta operación taxonómica que el valor inmigrante permite llevar a cabo puede trascender los elementos más llamativos de la “inmigridad”, entendiendo por tal el grado de extrañamiento que puede afectar a un determinado colectivo. Así, si en Europa el aspecto fenotípico es un rasgo definitorio, que permite localizar de una forma rápida el inmigrante absoluto, y distinguirlo del inmigrante relativo : el magrebí, la filipina o el senegambiano -inmigrantes totales, afectados de un nivel escandaloso de "anomalidad"- pueden distinguirse del charnego, el maketo o el terroni, inmigrantes “relativos” o de baja intensidad. En cambio, hay ejemplos en que el fenotípicamente “exótico” puede ocupar un lugar preferente en la jerarquía socio-moral que la noción de inmigrante propicia, mientras que comunidades menos marcadas físicamente pueden ser consideradas como mucho más afectadas de inmigración. Es el caso del status que merecen los originarios de Italia, Japón o China en São Paulo, que son considerados paulistas, mientras que las personas procedentes del Norte o del interior del Brasil en las últimas dos décadas merecen la consideración de “inmigrantes” e incluso de “extranjeros”.

Además, el señalado como inmigrante desarrolla otra función que es de orden esencialmente lógico-simbólico. El inmigrante ha sido marcado como tal para ser mostrado sobre un pedestal, constituirse en un personaje público, cuya función es la de pasarse el tiempo dando explicaciones acerca de su conducta y de su presencia. Para ello se le niega el derecho fundamental que todo ciudadano se supone que debe ver reconocido para devenir tal, que es el de poder distinguir con claridad entre los ámbitos privado y público, de manera que en este último pueda recibir el amparo de esa película protectora que es el anonimato. Con ello se logra que el inmigrante resulte ideal para hacer de su experiencia la de la propia desorganiza¬ción social vista desde dentro. 

Por eso explicaba que, además del papel que juega atendiendo ciertas demandas del mercado laboral en materia de mano de obra explotable y permanentemente fragilizada, ponía el acento en que el “inmigrante” funciona también como un operador simbólico, en la medida que representa un puente entre instancias irreconciliables e incomunica¬das, pero que él permite reconocer como haciendo contacto y, al hacerlo, provocando una suerte de cortocircuito en el sistema social. En efecto, el llamado inmigrante representa ante todo una figura imposible, una anomalía que el pensamiento se resiste a admitir. Se le reconoce fijado en un determinado círculo espacial; pero su posición dentro de él depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, de que trae al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y el alejamiento, que se contiene en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma que pudiera sintetizarse de este modo: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejano, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo". Esto lo explica muy bien Georg Simmel en su “Digresión sobre el extranjero”, que es uno de los textos de su Sociología (Alianza).

La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para dar a pensar todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su propio interior. Está dentro, pero algo o mucho de él  depende  permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo permanece todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una maldición sobrenatural le hubiera dejado vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino, como si nunca hubiera acabado de irse del todo y como si todavía no hubiera llegado del todo tampoco. El inmigrante es condenado a habitar perpetuamente la fase liminal de un rito de paso, ese espacio que, como escribía Victor Turner refiriéndose a la liminalidad –un asunto que trataremos el año que viene en antropología religiosa-, hace de quien lo atraviesa alguien que no es ni una cosa, ni otra, pero que puede ser simultáneamente las dos condiciones entre las que transita  de aquí, de fuera , aunque nunca de una manera integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero todavía no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de este modo "entre comillas", encarna una contradicción estructural, en que dos posiciones sociales antagónicas  cercano-lejano; vecino-extraño  se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes análogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del virus, el germen nocivo, la lesión cancerígena. Por ello el inmigrante no sólo es considerado él mismo sucio, sino vehículo de representación de todo lo contaminante y peligroso. 

Es por eso que no sorprende el uso paradójico –os llamaba la atención sobre él– de un participo activo o de presente  inmigrante  para designar a alguien que no está desplazándose  y por tanto inmigrando , sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo  inmigrado . También eso explica que el inmigrante pueda serlo de "segunda generación", puesto que la condición taxonómicamente monstruosa de sus padres se ha heredado y, a la manera de una especie de pecado original, ha impregnado a generaciones posteriores. Esa condición clasificatoriamente anormal del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de lo que Mary Douglas había analizado en su clásico Pureza y peligro (Siglo XXI) sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucidaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza. 

El "inmigrante" sólo podría ver resuelva la paradoja lógica que implica  algo de fuera que está dentro  a la luz de una representación normativa ideal del que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Su existencia es entonces las de un error, un accidente de la historia que no corrige el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados "autóctonos", sino que, negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace operando como un mecanismo mnemotético, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a la sociedad en que se ubica y le nombre como tal pensar los desarreglos de su presente  fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones  como el resultado contingente de una presencia monstruosa que hay que erradicar o mantener permanentemente bajo vigilancia: la suya.



divendres, 26 de novembre de 2021

El ciudadano del mundo como ser superior

Foto de Eleanor Hardwick

Fragmento de la intervención en el workshop internacional Pragmatiques du cosmopolitisme urbain. Épreuves, resources, interactivité, celebrado en la Université de Paris-Ouest, Nanterre-La Défense, los días 10 y 11 de abril de 2014, organizado por el Laboratoire Mosaiques. Le agradezco especialmente al profesor Pedro José García Sánchez su invitación.

EL CIUDADANO DEL MUNDO COMO SER SUPERIOR
Manuel Delgado

El mundano, el cosmopolita o "ciudadano del mundo", es un personaje abstracto que actúa en el universo de interacciones más o menos puras que imaginan las teorías hermenéuticas de la situación. Este personaje, al que se le asigna la capacidad de dar forma a voluntad la división entre lo público y privado —es decir entre lo que se decide someter a la vista y el juicio de los demás y lo que no— es el mismo que suponemos protagonista de lo que se conoce como democracia participativa.

En efecto, este héroe de la interacción como concreción de la hipotética sociedad urbana anónima es idéntico al que juega el papel central en el sistema político liberal, basado en el individuo autónomo, responsable y racional, adecuadamente calificado para manejar las interacciones en que se va viendo complicado, agente libre y consciente de su potencial para ejercer intercambio comunicativo generalizado, esa especie de rey de la creación de la democracia : el ciudadano. Más allá de la filosofía política, el democraticismo radical también bebe también una sociología de las relaciones urbanas entendidas como hilvanadas a partir de estrategias de coordinación, diálogo y cooperación que se articulan en el transcurso mismo de la interacción y que responden a lo que podríamos llamar una cierta inteligencia contextual. 

Todo esto tiene lugar en otro escenario no menos hipotético: el espacio público. El espacio público no como lugar de visibilidad y accesibilidad mutuas, en la que los individuos se someten a las miradas y las iniciativas ajenas. El espacio público, tal y como se está empleando en la actualidad el concepto, se plantea como algo mucho más trascendente ya no es solo el exterior urbano, la calle o la plaza, el marco de las prácticas cívicas concretas, sino aquel del que se espera que devenga el marco en el que la pluralidad se somete a las normas pertinentes, racionales y defendibles de comportamiento, incluyendo la generación y mantenimiento no determinadas normas legales, normas y principios abstractos que equivalen a una supuesta auto-organización significativa de las operaciones y los operadores concretos, una forma de convivencia provisional basado en disposiciones y dispositivos prácticos, que emana un cierto sentido común, a menudo siempre ad hoc.

La mundanidad y el cosmopolitismo necesitan ocultación o al menos soslayo de cualquier identidad que no esté estrictamente limitada a la construcción de la situación como sociedad endógenamente constituida. El mundano, de hecho, es el protagonista de la experiencia urbana moderna y, al mismo tiempo, fundados del concepto político de ciudadanía, atribuido a una masa corpórea con rostro humano, cuya sola presencia la hace digna de derechos y deberes, respecto de los cuales la identidad social real es insignificante, en un espacio abstracto de convivencia del que él sería rey.

Ahora bien, a muchísimas personas de nuestro entorno no les es dado conocer la suerte del pintor de la vida moderna al que Baudelaire consagrara uno de sus más conocidos textos, ese merodeador urbano, observador abandonado a la pura diletancia ambulatoria, el flânneur. Un número importante de individuos pueden modular sus niveles de discreción y en ciertos casos pueden incluso desactivar su capacidad para el camuflaje asumiendo fachadas –en el sentido goffmaniano– que indican de forma inequívoca una determinada adscripción ideológica, estética, sexual, religiosa, profesional, etc. Desde una pequeña insignia en la solapa a un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos –fenotípicos, fisiológicos, aspectuales en general, aunque sean circunstanciales– que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad y les fuerza a permanecer a toda costa en ella. Siempre o con frecuencia, el inmigrante, el negro, la mujer, el ciego, el pobre, la persona con alguna discapacidad, el homosexual, el joven y tantísimos seres humanos que no ha podido camuflar quienes son más allá de la interacción situada, son automáticamente colocados en un estado de excepción que los negativiza, los inhabilita total o parcialmente para una buena parte de intercambios comunicacionales. A estos individuos se les ha encapsulado en una cuadrícula clasificatoria que ha hecho de ellos lo que se supone que son y sólo lo que se supone que son y que les obliga a pasar buena parte de su tiempo brindando explicaciones sobre la desviación, el exceso o la carencia que se les atribuye.

Otros, quienes tienen el privilegio de dominar los modales y el aspecto de clase media, tienen más posibilidades de ejercer esa indefinición mínima de partida que permite escoger cuál de un repertorio limitado de roles disponibles va a desarrollarse en presencia de los otros. De los “normales” se espera que escojan el rol dramático más adecuado en orden a resultar procedentes, es decir aceptables en relación con lo que determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberán confirmar. En eso consiste precisamente lo que se ya se ha reconocido como mundanidad, que se basa en esa deseada abstracción de la identidad, esa grado cero de sociabilidad que es el anonimato, del que se sale sólo para autodefinirse y actuar en tanto que ser de relaciones, como mundano. como cosmopolita.

Quien se postula o pretende como "ciudadano del mundo" aspira a practicar una cierta promiscuidad entre mundos sociales contiguos o interseccionados, poder trasvestizarse para cada ocasión, mudar de piel en función de los requerimientos de cada encuentro. Si nuestro aspecto no delata de forma inmediata y flagrante ningún motivo de desacreditación, si podemos negociar nuestras sucesivas copresencias sin que nuestra identidad social real aparezca como un motivo de alerta o simple incomodidad en nuestros interlocutores, entonces se entiende que seremos dignos de sentarnos a la mesa imaginaria en que de igual a igual se juega a la sociedad cosmopolita. Tal privilegio sólo es merecible si los jugadores en cada partida –cada encuentro; cada ocasión social– sabe manejar el lenguaje de ese momento, es decir las reglas del juego, el código que lo rige, lo que exige en todos los casos un apagamiento o apaciguamiento del locutor que no siempre éste es capaz de ejercer.

Es esa labor de mundanidad –a la que, como ha quedado subrayado, no todo el mundo tiene pleno acceso– la que requiere el ocultamiento o al menos el desdibujamiento de toda identidad que no sea la estrictamente adecuada para la situación. En eso consiste ser ese desconocido que vimos que se suponía conformando la materia primera de la experiencia urbana moderna y que, a su vez, se situaba también en el subsuelo fundador de la noción política de ciudadano, que no es sino eso: una masa corpórea con rostro humano cuya simple presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir en el de espacio en el que se hacen carne entre nosotros, cobran tiempo y espacio reales, los principios esenciales de la igualdad democrática. Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como concertante en situaciones mundanas, en las que el encuentro se produce con gente que también ha conseguido estar “a la altura de las circunstancias”, es decir resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma. 

Es en lo que el argot político llama espacio público, mágico e inexistente en la realidad, donde se hacen carne y habitan entre nosotros los principios básicos y la igualdad democrática deja supuestamente de ser lo que es: una quimera. Pero ese sistema está diseñado por y para una imaginaria clase media universal cuyos miembros pueden puede reclamar el derecho a no identificarse ni ser identificados, a no dar explicaciones, a mostrar sólo lo justo para ser reconocido como concertantes, todo ello en reuniones con gente predecible, que no puede devenir fuente de molestias o alarma y que en todo momento exhibe buenos modales y un comportamiento adecuado. Es esa clase media universal la que puede constituir el cosmopolitismo, que no es sino la ideología de un club de elite en que ciertas personas —y solo ellas— pueden proclamarse "ciudadanos del mundo", lo que les permite, vayan donde vayan, sentirse siempre superiores a los demás.


dimarts, 23 de novembre de 2021

La antropologia interpretativa en la actualidad

Paul Ricoeur

Apartado final de la entrada "Antropología interpretativa" en Andrés Ortiz-Oses y Patxi Lancerós, eds. Diccionario de hermeneútica, Universidad de Deusto, Bilbao, 1997, pp. 57-67.

LA ANTROPOLOGÍA INTERPRETATIVA EN LA ACTUALIDAD
Manuel Delgado

La totalidad de expresiones derivadas de aquello que Apel llamó la «transformación semiótica del kantismo» han acabado recalando, explícitamente o no, en la problemática, tal y como la inaugura Heidegger y la desarrolla luego Gadamer, de las condiciones que hacen posible o no el conocimiento a partir de un yo conocedor. El dasein o ser-allí heideggeriano se ha convertido en el "estar allí" de Geertz en sus disquisiciones sobre lo autorial en literatura etnográfica de El antropólogo como autor. Junto con Gadamer, aunque distanciándose de él al reconocer una dimensión del ser que trasciende el lenguaje, ha sido Paul Ricoeur el filósofo que más ha influenciado en el panorama general de la antropología interpretativa. El paso fundamental que llevó la idea de símbolo propia de la antropología simbólica al que manipula la actual antropología interpretativa incluyendo en su ala más radical a los antropólogos posmodernos se debió precisamente a la capacidad que tuvo la concepción ricoeuriana de metáfora de romper con la oposición entre pensamiento y acción que había impuesto el neopragmatismo de Geertz, que se empeñaba en mantener la vieja identificación utilitarista entre símbolo y estrategia. La teoría de Ricoeur sobre la metáfora y el símbolo superaba también la discusión que la antropología británica había conocido a propósito de la racionalidad, al tiempo que descalificaba la pretensión, ampliamente mantenida desde todas las variantes del empirismo anglosajón, de que existía una dimensión expresiva o connotativa de la metáfora cuya función era no sólo extrainstrumental, sino también extradenotativa, y que se reducía sus tareas a las meras de evocación y ornamentación figurativa.

El razonamiento de Ricoeur de que toda metáfora pertenece al discurso lo que llama «metáfora de la oración» , que se mantiene en tensión con el significado literal a través de la estructura de la oración, abría nuevas posibilidades a la exégesis de costumbres o prácticas culturales hasta entonces concebidas como de racionalidad enigmática o inverosímil. La interpretación metafórica destruía el comentario literal al arrastrarlo a una contradicción, que era, a su vez, generadora de significado y, por ello, predicativa, fuente de mundo. Ese método hermeneútico de Ricoeur, basado en las relaciones dialécticas entre entendimiento, explicación y comprensión, así como la idea de que todo acto comunicativo posée una contenido propositivo y una fuerza ilocucional, han resultado fundamentales en la antropología social de la dos últimas décadas. El camino que recorre Victor Turner desde su militancia en la escuela funcionalista de Manchester a la antropología de la experiencia y la pefomance que elabora tomando como base a Dilthey, pasa sin duda por Ricoeur. 

La idea de que la determinación de lo útil exige el concurso de una mediación simbólica, fundamento de la crítica de Sahlins al materialismo cultural del que había sido él mismo transfuga, está abiertamente inspirada en la manera como Ricoeur vincula palabra, significado y acción. Quienes heredaron de Turner el liderazgo intelectual en Chicago, como James W. Fernández, llevaron su asimilación de la hermeneútica ricoeuriana a reclamar para la antropología el estatuto de tropología, es decir de modalidad de la retórica, consagrada al conocimiento o explicación de los tropos o «palabras apropiadas ausentes». Se han de destacar incluso intentos serios de sintetizar la hermeneútica de Ricoeur con enfoques sugeridos desde el estructural-marxismo tanto filosófico –Althusser– como antropológico –Meillassoux, Godelier–, así como desde cierta historiografía culturalista de inspiración no menos marxiana –Thompson, Williams–. Entre nosotros, ese descubrimiento de Ricoeur por parte de la escuela lisoniana ha provisto de trabajos de indudable valor, como los debidos a María Cátedra, Frigolé, Joan Prat, Zulaika o Sanmartín, entre otros.

En una segunda fase de su evolución intectual, Ricoeur distinguió el símbolo de la metáfora, al atribuir al primero un origen prelingüístico y al resituar dialécticamente, a partir de tal condición extrasemántica, las relaciones entre naturaleza y cultura, un tipo de conclusión a la que Mary Douglas ya había llegado desde presupuestos neodurkheimnianos en su Símbolos naturales, pero todavía más afín a la antropología estructural y su teoría del pensamiento simbólico como metalenguaje, es decir como dominio en que los significados no significaban ya el signo, como sucede en el nivel semiológico convencional, sino la significación misma. En efecto, ese concepto ahistórico y arreferencial del símbolo, que lo señalaba como consecuencia de una economía del pensamiento, era resultado de la recuperación que en cierto momento hizo Ricoeur del objetivismo lingüístico de Saussure, lo que suponía tenderle una mano a aquel "kantismo sin sujeto trascendente" que el filósofo atribuía a Lévi-Strauss. Como es sabido, el autor de El pensamiento salvaje no se condujo con reciprocidad con respecto a la afirmación de Ricoeur de que "nunca podrá hacerse hermeneútica sin estructuralismo", y no quiso aceptar la invitación a ampliar su sintaxis a una semántica que se interesase por los contenidos. Por otra parte, el distanciamiento o epoché husserliano era difícilmente compatible con el estatus epifenoménico que Lévi-Strauss asignaba al significado con respecto de la estructura.

Si Lévi-Strauss declinó la invitación de Ricoeur a extender la etnología a una hermeneútica, no puede decirse lo mismo de lo que hoy es el grueso de la antropología social y cultural. La cuestión de fondo se ha planteado en torno a si la interpretación es o no una actividad descifradora que nos permite acceder a alguna forma de realidad. Desde la hermeneútica, tal fue la presunción no sólo de Ricoeur, sino también tanto de Apel como de Habermas, y hasta puede especularse sobre si, a pesar de Vattimo, en Ser y tiempo Heidegger no participaba de una cierta voluntad reconstructi¬va, capaz de descubrir intenciones en las acciones humanas y en los actos comunicativos en general. En esa dirección es que los nuevos eclecticismos que configuran la antropología actual admiten la necesidad de una exégesis de las culturas, entendidas como textos, que no cierre la posibilidad de acceder a los significados desde otros horizontes distintos a los que constituían su fuente inmediata. Eso supone que, al margen de los proyectos liquidacionistas de la antropología que los posmodernos encarnan, la mayoría de etnólogos están por ir más allá de las intencionalidades subjetivas, y de los contextos particulares históricos y culturales a los que puede atribuirse su génesis, en tanto consideran viable una reconstrucción de las pautas que orientan las expectativas mútuas de los interlocutores en el intercambio comunicacional. Lo «real» existe, por mucho que no como hecho instrumental y objetivo, sino más bien, y como Ricoeur quería, bajo el nuevo aspecto de una polisemia hacia la que es posible proyectarse y regresar.

Tal sería la base de esa teoría hermeneútica de la cultura que la antropología social y cultural convoca a redefinir el campo semántico sobre el que opera, sin otro objeto que el de adaptarse a las dramáticas mutaciones históricas que la envuelven. Pero esa hermeneútica que la antropología asume como requisito para prolongarse y sobrevivir no concluye en un estallido de la disciplina, como los posmodernos pretenden, sino en lo que Ricoeur definía como una «nueva aprehensión del sentido por medio de un pensamiento reflexivo o especulati¬vo», o, siguiendo ahora a Habermas, en una «comprensión de sentido que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos».

Esa asunción de la hermeneútica supone que la antropología social y cultural ha confesado la fragilidad de sus métodos, lo fragmentario de sus observaciones y la precariedad de cuanto pueda afirmar de los mundos que compara. Tales constataciones, que tanto comprometen la vocación que un día experimentara la antropología de devenir productora de saber nomológico, hacen de la interpretación un instrumento refundador de la disciplina, capaz de desautorizar las pretensiones del positivismo –y de la lógica de dominación a que obedece– de convertir la etnología en una más de sus prótesis operativas. Tendría lugar, con ello, un episodio parecido a aquél en que Franz Boas desmanteló otra forma de ingenuidad pseudocientífica –el evolucionismo unilineal del XIX–, haciendo posible así el alumbramiento de la antropología moderna. Esa reconversión gnoseológica de la antropología, mediante la que se reclama un lugar no marginal para la intersubjetividad, no tiene por qué significar la renuncia a lo que da sentido a una disciplina que nació y existe para dar repuesta a enigmas que la precedieron. Como en sus inicios, continúa siendo necesario y urgente el combate contra la apariencia y por dar con las tecnologías recurrentes y los esquemas inerciales que se ocultan tras la infinita multiplicidad de los acontecimientos culturales, para esclarecer de este modo el repertorio de mecanismos de que los seres humanos se han valido y se valen para pensar ese universo en que viven.

dilluns, 22 de novembre de 2021

L'antropologia, la llengua i el 2004


                                                                    Lewis H. Morgan

Aquest article el vaig publicar al Quadern de Cultura d'El País després de saber que, en no haver aconseguit suport econòmic instituconal, l'editorial Icaria no estava en condicions de continuar editant la col.lecció Breus Clàssics de l'Antropologia, que havia dirigit al llarg de quatre anys i on havien aparegut diverses petites joies de la disciplina. Va aparèixer el 4 de desembre de 1997.

L'ANTROPOLOGIA, LA LLENGUA I EL 2004
Manuel Delgado

Acaba d’aparèixer la darrera entrega de Breus Clàssics de l’Antropologia, la col·lecció que Editorial Icària i l’Institut Català d’Antropologia consagren a recuperar –i en català- peces bàsiques per a la història de l’etnologia i, més enllà, per a la del pensament contemporani. Es tracta ara de L’origen del sistema classificatori del parentiu, de Lewis H. Morgan, sens dubte un dels antropòlegs evolucionistes més interessants i vigents. Publicada per primer cop el 1868 i traduïda i prologada per Carles Salazar, constata l’inici d’una preocupació, àmpliament conreada a partir d’aleshores, per les correspondències entre les nomenclatures familiars –a qui anomenem pare, cosí, oncle, sogre- i els sistemes de conducta culturalment pautats, expressió particular d’una qüestió més fonamental i ampla: la de les relacions entre llenguatge i vida.

Un cop fet avinent el valor d’aquesta novetat, seria cosa de proposar una reflexió més genèrica sobre el panorama de les traduccions de literatura antropològica al català. Ve al cas perquè hi ha signes que aquesta podria ser, efectivament, l’última entrega d’aquesta col·lecció. Ofegada per la tràgica manca d’interès per  la lectura que pateix el país, marginada com a expressió d’una disciplina injustament perifèrica, Breus Clàssics de l’Antropologia es debat entre reconvertir-se al castellà o desaparèixer definitivament.

Tenim a les mans una col·lecció de debò insòlita. D’Un parell d’anys ençà havien estat traduïdes al català obres recurrentment citades com a referències indispensables en ciències socials i que en pràcticament tots els casos ni tan sols es trobaven en castellà. Què hi ha disponible a les llibreries de Maurice Leenhardt? Abans que Paidós es decidís a publicar en espanyol el gran Do Kamo, Breus Clàssics havia ofert  La persona a les societats primitives, a cura d’Andreu Viola. Què tenim a l’abast de Michel Leiris? De poesia i narrativa alguna cosa, fins i tot en català (Edat d’home, Edicions 62, 1992)... Però del Leiris etnòleg? Res, ni en català ni en castellà, excepció feta, dins la mateixa col·lecció, de L’etnòleg davant el colonialisme, el text en que l’autor de L’Afrique fantôme reflexionava sobre les relacions entre antropologia i imperialisme.

Què pot trobar-se de Marcel Mauss? Ben poc, tret de L'assaig sobre la naturalesa i la funció del sacrifici, una de les pedres angulars de l’antropologia i la sociologia de la religió, recollida a Breus Clàssics. Fonts de l’antropologia de la família? Només en català i a la mateixa col·lecció: l’esmentada novetat de Morgan ara mateix i El mètode genealògic dels sistemes classificatoris de parentiu, de William H. Rivers. De Franz Boas, el fundador de l’antropologia cultural nord-americana, tan sols es ven Els mètodes de l’etnologia, inclòs a la col·lecció d’Icària en edició a cura d’Angel Martínez. Pel que fa a Bronislaw Malinowski, Edicions 62 va procurar versions de dues de les seves obres més importants, Sexe i repressió en les societats del Pacífic Occidental (1985, de Lluís Flaquer, amb pròleg de Jesús Contreras). Però només una col·lecció tan insensata com aquesta hauria `pogut encarregar-li a Joan Bestard la traducció del polonès de la tesi doctoral de Malinowski, Sobre el principi de l’economia del pensament, de què no existia fins ara sinó recent edició en anglès.

El compromís entre contracultura i antropologia o la moda estructuralista van propiciar algunes bones traduccions fa un grapat d’anys. Penso en les de Saluda Levitares degudes a Miquel Martí Pol: Tristos tròpics (Anagrama, 1969) o El pensament salvatge (Edicions 62, 1971, amb pròleg d’Eugenio Trias). Resumint: en dos anys aquesta col·lecció que ara està a punt d’expirar ha posat en circulació tantes traduccions d’antropologia com totes les produïdes en les tres dècades anteriors.

La cosa no deixa de tenir la seva gràcia. En un moment com aquest, en què la urgència de “defensar la llengua” sembla determinar gran part de la vida nacional, hom pot notar en la seva pell de professional l’abisme que , en política, separa les paraules dels fets. Els mateixos que proclamen amb tota la vehemència la seva resolució de col·locar el català en el lloc de normalitat que li pertoca contribueixen amb la seva passivitat al naufragi de les iniciatives que intenten incorporar-lo a les bibliografies universitàries.

Aquesta no és l’única perplexitat. No es diu que estem per organitzar un colossal homenatge a la pluralitat cultural, de què les nostres ciutats ja en són escenari? Quina mena de coneixement de la diversitat humana propiciarà el gran projecte del Fòrum 2004? S’obligarà a les diferents cultures a esdevenir una mena d’autoparòdia folkloritzada? O, ben al contrari, es procurarà fer possible, al costat dels grans espectacles, una oportunitat per parlar i pensar seriosament a propòsit de la multiplicitat d’humanitats amb què hem de conviure? Plantejant-ho d’una altra forma, si estem tan il·lusionats a fer de Barcelona un aparador planetari de l’heterogeneïtat de les cultures, com és que interessa tan poc fer accessible la veu d’aquells –Leiris, Malinowski, Morgan...- que més van fer per conèixer-les i fer-les respectar?





dissabte, 20 de novembre de 2021

La calle como espacio ritual

La foto es de Anthony Kurtz

Fragmento del capítulo Tomar las calles, en Jofre Padullés y Joan Uribe, eds. La danza de los nadie. Pasos hacia una antropología de las manifestaciones. Bellaterra, Barcelona, 2017. 


LA CALLE COMO ESPACIO RITUAL
Manuel Delgado

La actividad movilizatoria implica utilizaciones excepcionales de la retícula urbana, en las que el caudal habitual que corre por sus canales experimenta alteraciones de medida o de contenido y provoca movimientos espasmódicos de dilatación o de oclusión. Se trata de auténticas coaliciones peatonales, en el doble sentido de que están conformadas por peatones y peatonalizan el espacio que recorren o en que se detienen. Es en estas oportunidades que el papel protagonista del transeúnte obtiene la posibilidad de alcanzar niveles inusitados de aceleración y de intensidad, como si recibiese de pronto una exaltación en reconocimiento de su naturaleza de molécula básica de la vida urbana, al mismo tiempo que le permite una justa –por mucho que momentánea– revancha por todas las desconsideraciones de que es constantemente víctima. Se trata de episodios en los que ciertas vías, por las que en la vida cotidiana se pueden observar los flujos que posibilitan la función urbana, ven modificado de manera radical su papel cotidiano y se convierten en grandes zonas peatonalizadas consagradas a prácticas sociales colectivas de carácter extrordinario. Retomando la vieja analogía cardiovascular deberíamos hablar de arritmias, alorritmias, taquicardias, es decir rupturas de la por otro lado falsa regularidad habitual que, como la red de canales urbanos, parece experimentar el sistema sanguíneo.

En estas oportunidades excepcionales los viandantes desobedecen la división funcional entre la acera a ellos destinada y la calzada y ocupan ésta de manera masiva, congestionando una vía habitualmente destinada al tránsito rodado, llenándola con un flujo humano excepcional de individuos que marchan o permanecen quietos de manera compacta, ostentando una identidad, un deseo o una voluntad compartidas, fundando totalidades compactas relativamente distinguibles en ese ámbito de exposición y visibilización que es la calle

La acción colectiva en lugares públicos, es decir la movilización, concreta la predisposición de la vía pública para devenir espacio ritual. Como se sabe, un rito es un acto o secuencia de actos simbólicos, altamente pautados, repetitivos en concordancia con determinadas circunstancias, en relación con las cuales adquiere un carácter que los participantes perciben como obligatorio y de la ejecución de los cuales se derivan consecuencias que total o parcialmente son también de orden simbólico, entendiendo en todos los casos simbólico como más bien expresivo y no explícitamente instrumental. El ritual configura una jerarquía de valores que afecta a las personas, los lugares, los momentos y los objetos que involucra y a los que dota de un valor singular. Una energía y un tiempo que pueden antojarse desmesurados en relación con el resultado empírico obtenido, son consagrados a unas acciones constantes en que las que ciertos símbolos son manipulados de una cierta manera y sólo de una cierta manera. Sea ocasional o periódico, el rito suma acciones, sentimientos, gestos, palabras y convicciones y los pone al servicio de la introducción de una prótesis de la realidad, añadido a la ya dado que resulta de conjuntar y coordinar las conductas de numerosas personas.

En el sentido indicado, las manifestaciones políticas son ritos. Manifestarse consiste en "concentrarse deliberadamente en un lugar público, preferiblemente un lugar que combine la visibilidad con la significación simbólica; mostrar tanto la pertenencia a una población políticamente significativa, como el apoyo a una postura mediante proclamas orales, palabras escritas u objetos simbólicos, y comunicar una cierta determinación colectiva por medio de una actuación disciplinada en un lugar o atravesando una serie de lugares. Los congregados que se manifiestan desfilan por las calles en nombre de una causa, de un sentimiento o de una idea con las que comulgan con la máxima vehemencia, del todo convencidos de que hacen lo necesario y que lo que hay que hacer hay que hacerlo con urgencia, pues constituye, en relación con una determinada circunstancia, una respuesta que "no puede esperar". Una manifestación es, por tanto, una forma militante de liturgia, lo que implica que su descripción y el análisis correspondiente no deberían apartarse de modelo que le prestan otras ritualizaciones itinerantes del espacio urbano por parte de una colectividad humana sobrevenida.



dijous, 18 de novembre de 2021

Haga vida sana: tírese por un barranco


Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 9 de agosto de 1993, a raíz de la fotografía que aquí reproduzco de Marta Ferrusola, esposa del presidente de la Generalitat de Catalunya, lanzándose en paracaidas en Empuriabrava.

HAGA VIDA SANA: TÍRESE POR UN BARRANCO
Manuel Delgado

¿Sería adecuada la difusión de una imagen de Marta Ferrusola fumándose un pitillo? ¿Verdad que no? Como tampoco nos será dado contemplar al conseller Lluís Alegre conduciendo sin llevar colocado el cinturón de seguridad. Ni una ni otro pueden ser mostrados protagonizando ninguna de estas situaciones que encarnan instituciones hagan publicidad de lo que hoy se da en llamar conductas de riesgo.

En cambio, esas personas –absolutamente respetables, por lo demás- acaban de contribuir a la promoción institucional de los llamados deportes de aventura, lanzándose públicamente en paracaídas desde una considerable altura. Es decir, que las mismas instancias que nos advierten constantemente de las infinitas amenazas para la salud y la seguridad física que nos rodean y que nos invitan a ejecutar todo tipo de ritos de purificación para preservarnos de accidentes y contagios, nos sugieren que practiquemos actividades consistentes básicamente en jugarse uno la vida. Se nos angustia con lo que nos espera si no vigilamos el nivel de colesterol, al tiempo que se nos convence de lo sano y natural que es tirarse desde lo alto de un puente o precipicio. Que una persona se ahogue en la playa de Barcelona puede convertirse en una cuestión de Estado; que alguien se estrelle practicando el ala delta o descendiendo por un barranco es una lamentable anécdota que apenas merece una gacetilla en la prensa.

Podría parecer una simple sintonía de esquizofrenia, pero no lo es. La lógica secreta de la importancia oficial concedida a este tipo de deportes tiene que ver con su condición de escuela en que los más osados ensayan técnicas de control sobre circunstancias adversas. Así, la gran masa de ciudades son sometidas a control mediante una cada vez más tupida red de prohibiciones y tabúes cotidianos, destinados a que cualquier desgracia personal sea inmediatamente interpretada como el castigo por la transgresión de una norma. Como ocurre con quienes ingresan en la cárcel, se trata de que quien ingresa en un hospital por accidente o enfermedad sienta y haga sentir a quienes le rodean aquello de que “algo habrá hecho”.

Por el contrario, los deportes de aventura son practicados por una minoría selecta de arrojados que se enfrentan a situaciones de peligro excepcionales y en marcos más o menos no civilizados. Las emociones que experimentan no son, como suele pensarse, la causa sino la consecuencia de su actividad. La razón profunda es más bien que el enfrentamiento y la victoria sobre la naturaleza constituyen modelos para una ideología del éxito que concibe la vida como empresa de riesgo, en la que los logros dependen del atrevimiento y de la capacidad de vencer obstáculos y contrariedades.

La base ética del deporte de aventura habría que buscarla en una de las novelas emblemáticas del puritanismo inglés del siglo XVIII: Robinson Crusoe, la célebre obra de Defoe. En ella, un hombre blanco debía enfrentarse, solo y con la única ayuda de la razón, tanto a las fuerzas de la naturaleza como a los salvajes. En esa línea, el imaginario de la cultura occidental no ha dejado de proveer de personajes – de Tarzán a Indiana Jones- que muestran la innata superioridad del héroe calvinista –práctico, individualista, emprendedor, autónomo, audaz, con dominio de sí –sobre la naturaleza (incluida la suya propia, sus mismas pasiones) y sobre las otras formas de humanidad: negros, indios, asiáticos…

No se olvide que esa misma filosofía fue la que animó a los boy-scouts, organización inspirada tanto en la masonería liberal como en el militarismo imperial británico, que si no se ha vista afectada por la persecución antisectaría es porque de siempre ha sido un lugar de encuadramiento de jóvenes y niños para su iniciación en el espíritu del pionero, es decir, para ser adoctrinados en la ideología de combate del liberalismo capitalista. Esa mentalidad esculturista, que invita a los jóvenes a ser escuchas o exploradores –es decir, avanzadilla de tropa en patrulla de reconocimiento-, entiende la naturaleza como una metáfora de la sociedad competitiva, como territorio a someter y a colonizar, a partir de una combinación de iniciativa personal, disciplina y trabajo en equipo. Esa tendencia que inició el movimiento fundado por Baden-Powell, y que es el precedente directo de la afición por la aventura en marcos naturales, ha acabado por imponerse, y hoy enviamos cada verano a nuestros hijos de colonias o de campamentos, sin darnos cuenta de que contribuimos a una militarización generalizada de la infancia.

Obsérvese el diseño de los nuevos parques urbanos para niños. Muchos están directamente inspirados en ese culto a la aventura exótica que está saturando de cretinos junglas, desiertos, ríos y sabanas del mundo entero y de latas de Coca-Cola las cumbres de Himalaya. Otros cada vez recuerdan más las llamadas pistas americanas, empleadas para el adiestramiento militar.

Teorías aparte, ya sabe: si aprecia en algo su integridad física y su salud, no fume, coma con moderación, use preservativos, conduzca con cinturón y, sobre todo, tírese cada fin de semana desde 4.000 metros de altitud.





dimarts, 16 de novembre de 2021

Pasqual Maragall y el modelo Porcioles


Comentario para los colegas del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà enviado el 16 de octubre de 2016
 
PASQUAL MARAGALL Y EL MODELO PORCIOLES
Manuel Delgado

Es interesante encontrarse con los elogios que recibió Porcioles tanto con motivo de su 80 aniversario como de su fallecimiento: Narcis Serra, Tarradellas, Pujol... y, por supuesto, Maragall. Os adjunto un ramillete de ejemplos. Completadlo con los que recibió en el especial de TV3, "Abecedari Porcioles", dirigido por Maria Dolors Genovés en septiembre de 2004, con 33 entrevistas recogidas luego en un libro: Les Barcelones de Porcioles: un abedecari, Proa, Barcelona, 2005.  De lo que os mando, me quedo con el titular "Porcioles es el referente de la actual política de Maragall", en La Vanguardia del 5.9.1993.

De todos los elogios, los que más indignaron fueron los de Pasqual Maragall, cuya inspiración como modelo del actual gobierno va a ser cada vez más reconocida. Por eso os mandaba aquel artículo de Janet Sanz de El Pais del 20 de octubre pasado, en que hacia el elogio del magnífico momento del urbanismo basado en el "consenso politico y profesional que conoció Barcelona en la década de los 80 y 90."

Os mando el artículo de Vázquez Montalbán en que se muestra ofendido por los elogios de Pasqual Maragall al alcalde franquista de Barcelona. Os copio cuando se muestra dolido por las declaraciones de Maragall “glosando la catalanidad posibilista de Porcioles y situándola por encima de otros catalanistas que, compartan o no sus idearios, tienen un claro pasado de luchadores antifranquistas, es decir, antifascistas”.

Más adelante: “De hecho, Maragall ha asumido la Gran Barcelona, el proyecto de Porcioles, no porque coincida exactamente con su ideal urbanístico original, sino por mandato genético: el estamento social es origen y fin y se ha hecho una Barcelona tal como la había pretendido la burguesía novecentista, cómplice en el fusilamiento de Ferrer Guardia y en parte mecenas del golpe franquista; burguesía que estuvo en condiciones de, pragmáticamente, negarse a publicar a tiempo un artículo de Joan Maragall en el que pedía perdón para el presunto inspirador de una de las tendencias culturales dominantes en la clase obrera catalana de su tiempo”. La conclusión no podía ser más tajante: “Si Porcioles ha sido tan positivo para Barcelona y la catalanidad, que caiga el peso de la sanción histórica más condenatoria sobre los que le cuestionaron y le crearon dificultades para ultimar su preclaro proyecto. Reivindiquemos a Porcioles, que ya le llegará el turno a Franco” (“La limpieza étnica de los señoritos”, El Pais, Barcelona, 14 de septiembre de 1993; os lo adjunto).



Canals de vídeo

http://www.youtube.com/channel/UCwKJH7B5MeKWWG_6x_mBn_g?feature=watch