Puede que algunos se hayan sorprendido del resultado de la manifestación que el pasado 11 de septiembre llenó el centro de Barcelona de vecinos de la ciudad y de otros muchos, muchísimos, ciudadanos provenientes de toda Cataluña. Puede también que muchos responsables políticos estén todavía enardecidos por el éxito de convocatoria. Incluso es posible que muchos otros dirigentes políticos estén inmersos en una especie de estado catatónico, fruto de la sorpresa y del desconocimiento profundo del proceso que ha desembocado en la actual situación. No es mi caso.
Desde el núcleo de partidos separatistas y/o secesionistas que apoyan a las entidades convocantes y desde el propio gobierno de la Generalidad se ha insistido sobremanera en el éxito de convocatoria de la sociedad civil, que ha provocado una riada ciudadana que el 11 de septiembre inundó buena parte de las calles más céntricas de la Ciudad Condal. Dejando aparte la polémica que subyace en los diversos recuentos publicados, desde el punto de vista cuantitativo hay que reconocer que ha sido una de las manifestaciones más multitudinarias celebradas en las últimas décadas en Barcelona. El único pero podría ser calificarla sin más de éxito de convocatoria de lasociedad civil. No veo claro el encaje en ese concepto de dos organizaciones, la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y su filial, la Associació de Municipis per la Independència (AMI), penetradas, controladas y financiadas por partidos e instituciones públicas.
El proceso de convocatoria ha sido largo y se ha gestado siguiendo fielmente la estrategia marcada por la hoja de ruta de la ANC. Esta entidad pretende vincularse a la sociedad civil, pero la realidad es que está ampliamente penetrada por ERC y SI y también, aunque en menor medida, por CiU. La hoja de ruta de la ANC contemplaba la marcha por la independencia del pasado día 11 como un hito fundamental en su estrategia y fijaba el lema con el que finalmente se celebró: ‘Catalunya, nou Estat d’Europa‘. Esta hoja de ruta recoge, además, el proceso negociador del pacto fiscal por parte del gobierno de la Generalidad como una baza necesaria para potenciar su efecto de llamada hacia la confrontación y la ruptura con el conjunto de España.
El empeño del gobierno de Artur Mas de sumarse con entusiasmo a la convocatoria y de vincular su éxito al proceso de negociación bilateral con el Gobierno de España de un pacto fiscal “en la línea del concierto económico” de las diputaciones vascas, se ciñe con precisión al guion establecido por la ANC, con un claro sometimiento a su estrategia separatista. Estrategia a la que se han sumado, contraviniendo las atribuciones y funciones marcadas por la legislación vigente, el conjunto de ayuntamientos que engrosan la AMI. Si a esta dedicación institucional le sumamos la propaganda de apoyo lanzada desde las tribunas mediáticas públicas y privadas concertadas, el éxito estaba garantizado de antemano.
Esto no quita que muchos, probablemente la mayoría de los manifestantes, por diversos motivos y con niveles de información dispares, recorrieran las calles de Barcelona reclamando lo que ven como una solución: la ruptura de Cataluña con el conjunto de España, su consiguiente secesión y la creación de un nuevo Estado.
El actual modelo de Estado nos viene mostrando sus carencias hace demasiado tiempo. La estructura autonómica, pensada inicialmente tanto para resolver el encaje de las llamadas nacionalidades históricas como para descentralizar y acercar las competencias de prestación de servicios a la ciudadanía, se ha convertido en algunos casos en un contrapoder, en un contrapeso al Gobierno de la nación. En su día el llamado Plan Ibarretxe para la Comunidad Autónoma vasca y hoy el desafío impulsado por la ANC y defendido por Artur Mas son buena muestra de ello.
En ambos casos se produce un intento unilateral de vulnerar el orden constitucional. Las constituciones no son inmutables, pero son garantía y salvaguarda de derechos para el conjunto de la ciudadanía. Si hay que modificar la Constitución española de 1978 habrá que hacerlo, en cualquier caso, siguiendo escrupulosamente el procedimiento previsto en el Título X del propio texto constitucional.
El 20 de diciembre de 2010, en su discurso de investidura en el Parlamento autonómico de Cataluña, el presidente de la Generalidad sacó de la chistera una propuesta que no estaba claramente reflejada en su oferta electoral: la transición nacional, a modo de la que vivió España a finales de los 70 y principios de los 80 del pasado siglo, defendiendo el “derecho a decidir” que se articularía “de forma democrática, pacífica y a base de grandes consensos internos”. Por supuesto que hizo sobrada referencia a su propuesta estrella de campaña, el pacto fiscal,condicionando su posible apoyo al Gobierno de España que saliera de las urnas en 2012 a la consecución de este acuerdo bilateral. Tras esta propuesta, su oferta electoral de sacar a la sociedad catalana (para él, Cataluña) de la profunda crisis económica que padecía.
Menos de dos años después, a finales de septiembre de 2012, todo apunta a que está dispuesto a adelantar las elecciones autonómicas en Cataluña, probablemente deslumbrado por el éxito de la manifestación separatista y seguramente apoyado en sondeos electorales que le auguren un triunfo, por pequeño que sea, que venga acompañado de una mayoría separatista en la cámara legislativa catalana y que le legitime para seguir dando pasos firmes hacia el abismo.
Porque Cataluña, los ciudadanos y las empresas catalanas, están abocados al fracaso en su intento de separación unilateral, gratuita y primada por el maná de la autarquía. Pese a la propaganda institucional y a la desinformación interesada, con negación de las consecuencias directas de la secesión de forma sistemática, la realidad es tozuda. La separación de Cataluña de España lleva aparejada la pérdida de la condición de miembro de la Unión Europea, tanto la política como la económica y monetaria. A este hecho incontestable, consecuencia de la aplicación de los tratados de la Unión, hay que añadirle el efecto frontera con el nuevo vecino del Oeste.
Creo que el ejercicio responsable de la política y de la administración pública, sin perder de vista el fin sublime de servir a los conciudadanos procurando su bienestar, puede verse también como el de una empresa. Si lo miramos así, el Molt Honorable president de la Generalitat –Artur Mas– desempeñaría el papel de gerente de la empresa –Cataluña–, siendo los accionistas el conjunto de los ciudadanos catalanes y celebrándose la Junta General el día de las elecciones. Nuestro gerente está dispuesto a poner en serio riesgo la cuenta de resultados, rompiendo unilateralmente con el principal cliente –más del 50% de las ventas de las empresas catalanas lo son al resto de España– y poniendo una barrera arancelaria al segundo cliente principal –el resto de la Unión Europea a la que nuestras empresas venden el 30% de su producción–, asegurando una considerable merma de recursos en cuanto consiga despeñar nuestra empresa común.
Yo no sé ustedes, pero personalmente creo que ante el probable adelanto electoral, en tono plebiscitario y mesiánico, promovido por nuestro gerente y sus asesores, la respuesta de la Junta General de Accionistas debería ser muy clara: despido. Despido procedente.
Matías Alonso
Publicado en La Voz de Barcelona el 21 de septiembre de 2012